Crónica de una caminata placillana, a propósito de Asolar (Ediciones La Visita, 2023), fotolibro de Leslie Miranda.
Por Laura Flores Moraga
Desde Valparaíso Plan tomamos la 901, rojo y crema en dirección Placilla. Son aproximadamente veinte minutos, la micro se demora más en cruzar por Pedro Montt que en subir hacia el destino. «Bájense pasado el puente los Acantos», dice la indicación. Esperamos en la banca de una plaza. A la derecha un bandejón arborizado y palo-postes decorados con propaganda inmobiliaria. Al otro lado canchas, el azul del pádel ya llegó hasta acá. Aparece Leslie Miranda, autora de Asolar. Ella guiará esta caminata breve por un lugar que «también presenta la problemática del fotolibro».
Avanzamos por el costado del proyecto Condominio Las Acacias, «esta es una obra grande muy en el límite con la obra histórica de la ciudad». Entremedio de lo que nos cuenta, nos muestra los árboles de ciruelos y membrillos a la orilla de la calle, disponibles a destajo como una ofrenda al tiempo de los antiguos habitantes que esparcieron la semilla. Cruzamos hacia el acceso al bosque y damos por iniciado nuestro viaje al mil novecientos. Aparece la bio plaza, conservada por la organización PUMA (Placilla Unida por el Medio Ambiente) quienes a solicitud de la JJ.VV. Sueños Cumplidos, hermosean y limpian este parque comunitario promoviendo el sentido de pertenencia y apropiación.
Nos adentramos en el sendero. La autora transita rauda, como el cachudito que escucho pero no veo, como si la infraestructura nos fuera a alcanzar y construir sobre nuestro paso, y es un poco así, los trabajadores de la obra miran con curiosidad. Kika va junto a ella buscando la toma indicada y yo me quedo atrás identificando plantas, detenida en los pocos escombros que hasta ahora brotan entre los campos floridos.
Tal como la cola del Manutara flotaba el año sesenta en el Lago Peñuelas, lo extraño se asoma a la vista y paciencia de quien habita el paisaje natural, a medida que pasamos las cuarenta y ocho páginas de esta publicación podemos adquirir la perspectiva de la fauna nativa y percibir el acecho. El cerco es evidente, al principio está enrejado y de pronto aparecen las planchas de madera, ya no es solo la bruma lo que empaña la visión. La malla fronteriza atraviesa un charco de lluvia incrementado por la caída matutina, se asemeja a un objeto punzante sobre una herida fresca y me trae a la mente la imagen del suelo partido en donde aparece su color, el de la arcilla, el de la greda. ¿Será este libro un pequeño ladrillo de adobe secado al sol?, un trozo de tierra que tiene por venas sus cauces de agua.
Seguimos caminando. Hacia el oeste el paisaje es tan tupido que asombra tenerlo cerca. Hay árboles de troncos múltiples y otros repartidos, hasta ahora he reconocido lo básico: pinos, espinos, olivos, eucaliptos, quebrachos, quilas, zarzamora, manzanillón, pimientos, boldos, litres, molles, ¿rosa mosqueta? Leslie nos cuenta que hay vecinas que en la plaza se ponen con un puestito a ofrecer mermeladas de este fruto silvestre. Se va sintiendo el aroma del aceite esencial de las plantas. La variedad de especies perennes evidencia la cercanía de los afluentes que en lo sonoro compiten con los pájaros y las herramientas.
En el trayecto que tomamos hay dos acueductos chicos y uno largo por donde cruzan tuberías que antiguamente trasladaban agua potable desde el lago hasta Valparaíso. Estos puentes son también la ruta hacia las ruinas de la Central Hidroeléctrica El Sauce que funcionó entre 1905 y 1995 y que, en su momento, además de iluminar el puerto, permitió el arranque de los extintos tranvías de la comuna. Algunos tienen sus muros grafiteados, agentes externos de tiempo presente intervienen la piedra ubicada aquí hace más de ciento veinte años. El panorama que se descubre desde el tercer puente ─si estás acostumbrado a los cerros secos─ se te hace sublime, la quebrada está frondosa y por abajo pasa el estero con su agua ahora no tan contaminada. Nos quedamos en la mitad, no cruzamos hacia el otro lado. La altura de la barandilla es baja considerando que en la calzada hay una capa más o menos de hojas prensadas ablandando la huella, esto realza la distancia de nosotras con respecto a la base de la estructura, tanto así que tienta al cuerpo. Leslie nos diserta sobre la memoria del territorio, las prácticas económicas y la relevancia de su patrimonio industrial, «la idea es que se declare todo este sistema como monumento histórico».
Son las seis, el cielo aclara y recién se encuentran nuestras sombras con las de los árboles. Nos devolvemos unos metros para salir y bajamos lento hasta la ribera revisando si nuestro calzado es el adecuado. El sendero es ínfimo pero la acción se siente natural, somos cabras de cerro, la edad que tenemos confirma una crianza y geografías amoldadas en el cuerpo. Las chiquillas descienden antes de mí y me advierten de las espinas de no se qué planta, me pincho de todos modos pero no me importa, lo que me enfrento me hipnotiza: «Año 1900» inscrito al medio y arriba de la curvatura de la pasarela, fecha en que se terminó la gran obra de abastecimiento hídrico.
Desde esta vereda llena de contradicciones puede que resistan los cardos y romerillos como vestigios del bosque esclerófilo. O los frutales sigan hasta que algún día les estorben a los cables de este sector en donde se cimenta el condominio que «rodeado de naturaleza… es el lugar perfecto para vivir en familia». Me pregunto cómo habrán vendido los departamentos que hicieron sobre el cerro de mi infancia en Quilpué, o las poblaciones del otro lado del troncal sur cuyos paños van creciendo más y más y más, postergando hasta el límite urbano la promesa del paisaje verde. El suelo volviose pavimento y la greda para las tareas se conocerá recién en las librerías escolares.
Asolar es el testimonio de un juego exploratorio y jugando aprendemos que el paisaje inevitablemente va a cambiar y, ¿está bien? Se construye para que otras familias puedan crecer y acaso el ciclo vital consista en ocupar el espacio de lo que fue la casa en el árbol para alguien más. El paseo termina y la solapa final cierra con una planimetría que corresponde al segundo piso de la vivienda donde habita Leslie, su compañero y sus dos hijos. Desde esas ventanas ven casas, casas, casas y al final bien lejos ─como en una esquina asomándose─ un bosque de pinos les devuelve el vistazo.
(*) Fotografías de Kika Francisca González.
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