Un domingo cualquiera de octubre se realizó este particular evento en la plaza playanchina, casi como antes del COVID. Una jurado casual es la cronista que relata.
Es domingo 3 de octubre y son las cuatro de la tarde en la plaza Waddington. La gente se acerca, intrusa, a mirar la batalla de poetas a golpe de micrófono. Hay sol y cincuenta personas sentadas frente al escenario decorado con flores, mientras la banda de jazz se acomoda a un costado esperando el break para tocar.
La modalidad es sencilla: luego del conteo en reversa, los poetas tienen tres minutos para leer cualquier cosa. Puede ser el extracto de un diario de vida, un poema, prosa, un discurso, una crónica: esto se trata de performar las palabras. Las gestoras del evento (Tatiana Medina y Bianca Ceverino) eligen a tres personas de la audiencia, al azar, como jurados. No importa si estas tienen conocimientos literarios o no, tiene que ver con el sentimiento, indican las slammasters, ya que, en realidad, se desestima la pugna para destacar la poesía por sobre todo.
Soy una de las elegidas y me comprometo con la causa. Escucho atentamente a cada slammer en su presentación, anoto en mi libreta sus nombres, el puntaje que, creo, merecen. Intento hacerlo con objetividad para ocultar que, en realidad, soy proclive a la poesía de mis amigos maricas, porque yo fui quien les incentivó a venir con la idea de romper la heteronorma que existe en los espacios literarios. Aunque asumo que las dos otras personas dispuestas a jurar se sienten igual, proclives a la poesía de sus amigos.
Al ser el primer slam poético de la Quinta Región, es un espacio relajado. Nos dicen las maestras de ceremonias que, mediante una discusión, debemos llegar a un consenso para elegir a los ganadores. No es como en otros eventos, donde, entiendo, se miden los resultados basándose en puntajes del uno al diez en pizarras y los jurados no pueden ser ni familiares ni conocidos.
Nunca logro coincidir con el gusto popular y a duras penas puedo desestimar la pugna, como me han indicado antes. El público aplaude a los más vistosos, a quienes leen con gracia, sin fijarse en la calidad literaria. Es entonces cuando mi corazón se divide y me cuestiono: ¿es el slam una nociva influencia para la poesía? ¿O es más importante generar un espacio que critique las modalidades burocráticas de esta? ¿Valoramos el poema como un artefacto tangible o como un instante intangible? ¿Lo bélico es parte de la performance porque vincula a la audiencia con la presentación?
Claro, es la primera vez que mis amigos –maricas, locas, trans, travestis o trabajadoras sexuales– sienten la confianza para posarse en un escenario a recitar escritos que no le leen a nadie. Pero, a su vez, hay feministas que hablan de amor (o desamor) con voz fuerte y clara.
El break separa los dos bloques de slammers. El trío porteño de jazz compuesto por Ayelén Lautaro (batería), Ignacio Gutierrez (saxo tenor) y Tomás Silva (bajo eléctrico) comienza tocando la balada Round Midnight. Luego, temas de autoría propia, y unos minutos más tarde, la música se vuelve un poco más esquizofrénica. Es ahí cuando el poeta y amigo Gabriel Ocaranza sube al escenario a improvisar junto con los músicos. Los instrumentos comienzan a chillar y las palabras de Gabriel se intensifican. La gente disfruta el espectáculo mientras comen, beben y aplauden. Descansan en el pasto como en un buen panorama dominical de primavera.
«Vamos a perder, vienen la Rosa Alcayaga y la Lourdes Montenegro en este bloque», escucho que alguien dice desde el público. Cuchicheando me entero de que son poetas experimentadas y que no es el primer slam poético al que asisten. Lourdes ha ganado primeros lugares en eventos de otras regiones del país. Entonces, de morbosa, me entusiasmo por escuchar lo que tienen que decir.
Rosa es discursiva, sin papel en mano improvisa y está cinco minutos hablando al micrófono. Nadie la detiene y es muy aplaudida. En cambio Lourdes, con mucho estilo y elegancia, comienza su poema, que tiene un pie forzado. Dice algo así como «Soy puta, putísima» muchas veces, luego hace una referencia al útero. Me enfurezco por la ligereza que tiene al utilizar esas palabras. Aunque entiendo bien el sentido de querer reivindicar la palabra «puta»: digno de una consigna feminista. El problema es que soy trabajadora sexual (y la mayoría de mis amistades también lo son), entonces me toma por sorpresa. Pienso: tú no sabes lo que es habitar la corporalidad de una prostituta, ni tampoco la disforia que significa el útero para las corporalidades trans. Pero es inútil mi resentimiento, porque a pesar de la crítica que le planteo afiebradamente a las demás personas del jurado, dicen que reúne las características de una buena slammer. Recibe la ovación del público, por eso gana la mención honrosa.
El primer lugar es para Antonia Améstica, que se planta a recitar su poema totalmente de memoria; el segundo lugar para Cabra de Cerro, que habla de Valparaíso y su belleza no hegemónica; y el tercero se lo lleva Paloma de la Paz:
«[…] Porque escribo sobre ti más de lo que debería/ y podría hacer mil grullas con todo el papel que te he dedicado/ Porque pienso en ti más de lo que debería/ y podría regar todos los paltos de Petorca con lo que te he llorado […]».
Es cierto que antes del evento recibí variadas opiniones. Algunos decían que la competencia es una excusa para reunir a personas con una pasión en común, comparándolo con las olimpiadas o vinculándolo con el mundo del boxeo. Mencionaban que era una juerga poética y lo lindo de la mezcolanza de estilos y edades. Por otro lado, desconfiaban y aseguraban que el slam es una manera de mercantilizar la poesía contemporánea. Lo que puede ser cierto en algún sentido, aunque bajo esa lógica, los fondos concursables también lo hacen. Sin embargo, lo único que puedo afirmar es que la emoción de combate es real y los poetas se enfrentan cara a cara en un cuadrilátero. Por eso mi enfado, mi resentimiento y también mi cariño de fin de torneo por ver a mi equipo favorito, que en este caso son las personas que quiero, leyendo frente a una audiencia desconocida.
(*) Ilustración de Vladimir Morgado.
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