Menú
Reseñas

Muerte y memoria paterna. Crítica a Bozal, de Juan Malebrán

Bozal, Juan Malebrán. Yerba Mala Cartonera: Cochabamba, 2014. Hebra Editorial: Valparaíso, 2015, 2020. 40 páginas.

Por Guillermo Mondaca Fibla

Bozal es un libro que recorre el complejo laberinto de la relación padre-hijo. Malebrán se instala en este tópico universal de la literatura, para volverlo a problematizar desde la confesión, el ejercicio de memoria y el enmascaramiento. Por un momento, es el diario personal del hijo hablando —cantando— la muerte del padre, a la manera de las Coplas; por otro, un álbum familiar, que se detiene en lugares, recurrencias y objetos; y en otras instancias, el texto adquiera la máscara del padre para, desde ese movimiento de disloque, purgar sus últimas palabras antes de la tumba.    

En ese sentido, nombrar y tomar —como sinónimo de beber— son palabras que cercadas por la aliteración de su continuidad, circundan la boca como zona de riesgo. Por un lado, la exposición de la palabra, del decir que nos arroja envueltos en capas de lenguaje hacia el mundo; por otro lado, el mundo que ingresa a nuestro cuerpo, de forma líquida al beber. De esa manera, beber es un modo de hacer ingresar al mundo en nosotros, o de abrir nuestro cuerpo para aceptar los dones y los venenos de los elementos en nuestra sangre. Pero no solo de los elementos, sino también los de nuestra época. En cada cultura y en cada época se bebe de manera diferente. Tomar es asunto histórico tanto como físico; incluso, un fenómeno social y de clase. Ahora bien, en Bozal se asiste, por una parte, a un viaje poético donde el cuerpo borroneado del padre se degrada producto del alcohol, úlceras y padecimientos; y por otra, junto a ese sino trágico, asistimos a la necesidad poética —por lo tanto, humana—, de nombrar y signar esa experiencia con el bozal del lenguaje. La mortaja de la poesía cubre el cuerpo en su degradación y lo acompaña por el viaje, no hacia un Hades infra-humano, sino que, más bien, sigue el trayecto del cuerpo del enfermo —del padre—, por el contexto histórico de su proceso de degradación y enfermedad: las imágenes del hospital, la sala de espera, los instrumentos de cura, vale decir, las circunstancias físico históricas del cuerpo enfermo. A su vez, Bozal es un ejercicio de memoria, en cuanto rememora y se retrotrae hacia los diálogos que perviven en el sujeto poético, quien escarba, casi sin querer, en diálogos, citas y recuerdos familiares.

Antes de dar curso al desenvolvimiento de estas tramas poemáticas en el libro, me gustaría hacer algunos alcances estructurales en torno a Bozal. Se trata de un libro de extensión breve, donde se alternan el proceso versal con la prosa y la cita. Dividido, sin mucha claridad objetiva, en tres grupos de textos, marcados por su condición formal: los primeros, poemas donde domina la voz del hijo —y la primera persona singular—; los segundos, prosas, donde por lo general, se habla a un tú; y hacia el final, poemas titulados con números romanos, donde el padre asume la palabra. Cada grupo de textos es inaugurado por un conjunto de citas (Jorge Teillier, Emil Cioran, Nietzsche, etc.) que dialogan con los poemas. El libro se sitúa desde el comienzo en la dirección del padre (“A la memoria de mi padre” reza el epígrafe), donde ese “padre” —como tema o problema— y al ser expuesto en los poemas, no puede sino colectivo, o, si se quiere, universalizarse, volverse un padre colectivo. Pasa, de esa manera, a ser un fenómeno de escritura. A vivir, aun cuando no lo haga en un estado físico concreto, en una dimensión literaria. Ello me recuerda, sin querer, a la vieja creencia que viene de los Antiguos, según la cual la memoria se contenía en un poema. Mediante la poesía se podía vencer a la muerte, alcanzar la inmortalidad. Esta creencia, sin duda exagerada, tiene, me parece, una doble condición: por una parte es imposible, en su acepción física; pero, por otra, funciona a la manera de un exorcismo. La palabra lleva y arranca en su función elegíaca la soledad y el dolor de la muerte del otro hacia un espacio que de personal pasa a colectivo, pero que, aun así, nunca es suficiente: “Sobra la confesión y/ sin embargo, el coraje no alcanza/ para arrancarnos de cuajo/ la lengua que nos mantiene/ balbuceando en el regazo de nosotros mismos (Malebrán, 7) nos advierte, a la vez que confiesa el hablante en la primera estrofa de “Salmuera”, el poema que inaugura el libro.

Nuestro dolor pierde su identidad al ser nombrado, pasando, así a involucrarse y confundirse con la experiencia de un texto —su escritura y su lectura—, donde adviene hacia la otredad. Si nos sumergimos en la textura de los poemas, nos encontramos, como se puede apreciar en las líneas anteriores, con una particular manera de quebrar los versos, por lo general, privilegiando el corte en los ilativos (“y” “o”) produciendo, al comienzo, una sensación de extrañeza que ayuda a distanciar la lectura y ver los poemas con ojos des-automatizados:

Habrá quien murmure como yo (…)

sumido en la hemorragia o

en el tejido que negro cicatriza y

se endurece en la persistencia de la sed. (8)

donde el hablante poético nos expone a la presencia física del dolor, digamos, a la encarnación del sufrimiento a través de imágenes concretas, objetivas. Esto último, en cuanto, por más que nazcan de la inalienable individualidad del yo y su subjetividad, se anclan y despegan desde la materia. Por un lado, desde la cotidianidad y las cosas mismas, y por otro, desde el cuerpo. Observemos la trayectoria del texto anteriormente citado, “Poeta”, en que el pensamiento surge, siguiendo el díctum de Williams Carlos Williams, desde las cosas mismas:

Mira, sino, este eriazo

el paisaje que nos acompaña

el ramo de ruda

para cuidarnos en la pobreza y

 esta paila sin su mango

 para freír cebollas al desayuno. (9)

Junto con este decir que surge desde las cosas, tenemos otra cualidad estructural. A saber, la disposición de una forma ripiosa, a primera lectura, pero que da cuenta del propio contenido de los poemas. Es decir, siguiendo el adagio de Denise Levertov, la forma es la extensión del contenido. El cuerpo se hace poema, inscribiendo sus propias desgarraduras en la estructura del texto. El habla del poema es una lengua traposa, propia de los efectos del alcohol. De ahí, también, el serpentear de los versos que curvan su melodía y a veces se traban para después volverse a desenvolver en la solución —la salmuera—, donde reposa su soledad.

La materia corpórea sufre el desgaste del alcohol y de ello queda la huella, principalmente, en los textos de la primera mitad del libro. El sujeto poético oscila entre un presente asediado por la enfermedad y el desgaste, así como una la memoria de una cotidianidad surcada por la familia y los afectos: “Lejos el calor de las tardes en la fuente de soda. La/ radio perdiendo la señal con el paso de los autos o el/ recuento del sueldo tambaleando en la caseta del baño” (9). El paso y el peso del tiempo sobre la materia corpórea definen un trayecto poético doloroso pero que en Bozal funciona como un motor de escritura y desenvolvimiento del discurso, estableciendo, en este grupo de textos, un predominio del yo y de sus experiencias.

Desde la mitad del libro en adelante el texto asume la estructura de un diálogo entre padre e hijo, donde no se puede establecer con claridad quién es quién en la locución, pero que incita al desvarío de la memoria. Vale decir, el poema nos invita a perdernos en diálogos y remembranzas a través de la escritura. La estela dialógica también es la estela de la pérdida haciendo su marca en la memoria. En la opacidad de la segunda persona singular se pierde el objeto del pronombre (quién está detrás del tú), confundidos padre-hijo:

De las cuatro cosas que vivimos

 ten en cuenta la tarde en la que te dije:

 “cuídate de la tierra de cementerio

 en las esquinas de tu casa.

 Los muertos hablan un idioma

 que algunos aprendieron

  de la calaca con la que beben. (14)

Este diálogo de muerte también puede ser entendido como una forma de desaparición. Por una parte exorcismo del dolor, como se dijo, que de personal deviene en colectivo y halla en ese movimiento su purga; y, por otro, las extendidas últimas palabras del padre, un soliloquio que se convierte en el halo de la muerte. Peter Sloterdijk —filósofo alemán— menciona que antes del lenguaje, de la venida al lenguaje, existe el soplo. Pienso, a propósito de este dispositivo de pensamiento, que ese estado puramente respiratorio nos vincula con la animalidad y que al término de la curva, hacia el final del meridiano, existe una suerte de abandono del lenguaje antes de entregarse a la muerte. Previo a aquel paso definitivo, y en las lógicas del buen morir —como decía Armando Uribe—, los hay quienes tienen la posibilidad de decir sus últimas palabras. Más o menos extendidas, esta cadena de sentido en la historia de la literatura chilena, y la poesía en particular, tiene varios momentos clave. Mi memoria me lleva por los menos hacia dos lugares obvios: Enrique Lihn, en su Diario de Muerte (1989) y Veneno de escorpión azul (2008) de Gonzalo Millán. En esas disímiles trayectorias se extrema, hasta la sutura última, praxis y estética, arte y vida. En el caso de Malebrán, el lenguaje hacia la muerte —vivido a través de la muerte del otro, por lo tanto, cercano a la elegía—, deviene en indiferencia; en un salirse de la batalla del mundo. Con una extraña indolencia el cuerpo se prepara para la muerte, sin el amparo de dios, ni de otra cualidad divina, más que la narrativa del recuerdo. Antes de enfrentarse a la muerte, el poema —ahora encarnado en la voz del padre, en primera persona singular, yo—, cuenta su relato.

Mi nombre es Ernesto y

nunca supe muy bien de mí,

ni yo, ni mis hijos, ni mi esposa

que ahora envejece en medio de la soledad y el des­varío.

Ernesto Malebrán

muerto el seis de noviembre del año dos mil trece y

enterrado al día siguiente:

-Jueves 17:30- en mi santoral. (23)

Y a la vez, deja su descendencia, convertida en maldición. A través de la maldición del nombre. Este acto pragmático, de crear realidad a través de la palabra (te declaro, te maldigo) es uno de los antiguos atributos de la palabra y su base como materia de operaciones mágicas. En este caso, la maldición no es otra cosa que la sumisión a la bebida, signada a través de la sed:

Sed que te heredo

en medio del miedo…

o en el timbre del clandestino

sonando un domingo

entre perros y cholguanes (35)

Hasta cierto punto, esta maldición es cultural, el sino de la sed que pone fin al fracaso de la jornada, convirtiendo su hábito en costra ineludible, poblando las relaciones humanas y las propias de una textura que, incluso, se traspasa de una generación a otra. Armando Uribe comentaba que en Chile todo acaece en un veinte por ciento más de lo normal. Fuera de cualquier chovinismo que motive una observación tal, me atrevería a decir que en este tema, o problema, el porcentaje es más alto. Por eso, muchos necesitamos un bozal, una tapadura —una tapa que dure— a nuestro obsceno deseo de salir, como decía Baudelaire, a cualquier lugar pero fuera de este mundo.