Nacida en Santiago en 1950, también investigadora, ha publicado recientemente Indócil (2023), poesía reunida que abarca sus casi cuarenta años de producción: desde Vía Pública (1984) hasta Veinte Pájaros (2021). Su obra, que sostiene la pregunta por la mujer, el cuerpo y lo político a través de sus ocho libros, ha sido compilada por Ediciones Libros del Cardo, en Valparaíso.
Por Miyodzi Watanabe
La autora, parte fundamental de la organización del histórico Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana (1987), es de las voces principales de la generación poética de los ochenta. Entre el lenguaje experimental, la experiencia de lo urbano y la condición de lo femenino, la poeta continúa indagando, escribiendo y reescribiendo su trayectoria. Me propone reunirnos en su casa. Llego a mitad de tarde, en el acotado recorrido conté al menos tres espacios de lectura, cada uno con sus libreros, sus sillones y sus alfombras. La conversación comienza rápidamente. Le pregunto cómo es su relación con la escena literaria.
–Con las poetas jóvenes, como la Karo Castro. La Camila Albertazzo, la encuentro muy buena poeta, muy talentosa. También encuentro muy talentosa a Roxana Miranda; a Damaris Calderón, poeta cubana que vive en Isla Negra; también la Carmen Berenguer, muy talentosa, muy buena; la Marcia Mogro, que viene de Bolivia, encuentro muy interesante su propuesta literaria. La otra vez leyendo encontré un poema muy bueno de la Astrid Fugellie.
Yo hice una antología recopilatoria (Confiscación y silencio, 1998). Ahí yo tengo unas viejas que son mis favoritas. A la Chela Reyes, que la encontraba muy buena, no la pude poner porque no encontré los derechos de autor. La Chela fue casada con un escritor, no tuvo hijos, por lo tanto, yo no tenía a quién pedirle permiso. A mí lo que me decían de la editorial es que me podía salir alguna librería que tuviera los permisos. Yo no sabía cómo, contraté a un periodista incluso. No pudo encontrar a nadie que se hiciera cargo de los derechos de autor. En alguna parte están, pero vamos a tener que esperar unos buenos años más. La Ximena Adriasola también me parece una poeta muy interesante. La Carmen Ávalos, muy buena. La Stella Díaz Varín tiene unos poemas extraordinarios. Yo cuando la leía decía: «¡Por dios qué es buena esta señora!», una poeta metafísica.
–Sí, es impresionante su fuerza.
–Siempre la tuvo, lo que ella transmitía era una gran fuerza.
–Pero la suelen recordar más por sus anécdotas.
–Ese es el problema. Es que esta señora tuvo muchas anécdotas, pero la verdad es que ella fue una gran poeta. Entonces la gente olvidó esa parte de ella que es la más importante: la poesía. Se pensó más su personaje.
–Algo así como lo que pasa con Ximena Rivera.
–Yo creo que en Ximena Rivera pasa que hay un mito. Nadie la inflaba mucho, pero como ella murió repentinamente. Todos la queríamos a la Ximena Rivera. Ella escribió muy bien. Al final la gente abrió los libros y los textos de Ximena Rivera y se dio cuenta que era tremenda poeta. Ahora bien, ella era calladita, quitadita de bulla, a diferencia de la Stella.
–Pasa eso con nombres como la Stella, o con la poesía escrita por mujeres en general, que una piensa que la pega se ha hecho y que son obras que ya están estudiadas, pero al momento que una se pone a buscar nos damos cuenta que falta montón aún por abordar de sus obras.
–No, no hay estudios casi. Yo creo que la única estudiada un montón es Mistral, después hay un salto hasta las contemporáneas. A la Winétt de Rokha, un poco. Javier Bello hizo un libro sobre ella. María Inés Zaldívar hizo un texto sobre Olga Acevedo. Y yo, que saqué esta antología. Y sobre la Stella, Elvira Hernández y la Verónica Zondek la pusieron en el tapete y dijeron que era muy buena poeta. PO-E-TA, no una personality, una poeta.
–Volviendo a la idea de cómo se lee a las escritoras mujeres. Leía tu libro y pensaba que a veces se da por sentado que las obras están siendo atendidas. Y yo siento que a tu generación le pasa un poco, a la Soledad Fariña, a la Elvira Hernández, etc.; que de los primeros libros se habla un montón –Vía Pública en tu caso–, pero que luego ya no hay tanta atención crítica. Leyendo Indócil tuve la misma sorpresa de cuando leí las obras completas de otras autoras de los ochenta: es impresionante los caminos que han seguido sus obras y lo nuevo o lo distinto que sucede en los últimos libros, sus experimentaciones. Pero claro, el hito del congreso del 87 y de estos primeros librazos que sacaron hace que se asiente su mito en eso ¿no? Como si leer a Eugenia Brito fuera leer Vía Pública. Y no sé si se olvida, pero a veces se deja un poco de lado el devenir poético que nace ahí y que se va desarrollando hasta ahora: tu último libro es del 2021. Cuéntame, entonces, qué te ha significado la publicación de tu obra reunida.
–Mi trabajo se estructura en torno a los ejes de cuerpo, mujer y política. Se trata de hablar del cuerpo porque es el actor menos conocido. Y también se trata de visibilizar esta corporalidad femenina. Se trata de visibilizar, dar cuenta de su alienación, su dependencia, su colonización. Y de su ocultamiento. Por otro lado, está la política, que nos tocó vivir momentos muy duros, de mucha violencia, donde yo creo que durante harto tiempo mi generación permanecimos en silencio. De hecho, las primeras publicaciones fueron alrededor de los ochenta. Entonces estaba esa pregunta, de cómo nosotras podíamos tener acceso a la palabra, cómo la mujer tiene acceso a la palabra. También estaba este código de la autocensura y de la censura que había en el país por la dictadura y las mecánicas de represión y confiscación de la palabra.
–¿Cómo fue para ti?
–Me he guiado mucho por la poética que yo estudié de Luis de Góngora, porque trata de hacer que el español luzca y aparezca como el latín, él estudió mucho la estructura sintáctica del latín para poner palabras del castellano. De esta forma él buscaba homenajear el español, crear una especie de edificio para homenajear a España y a su naturaleza. La naturaleza como verdadera gema, verdadera joya. Entonces ese arrojo a mí me sirvió, me dio una ayuda. No es que yo siguiera por sus lineamientos, sino que me ayudó con la manera de encontrar alguna forma de poder decir algo que no fuera tan nítido, que fuera un poco más velado, y eso yo lo encontré a través de los poemas que escribí. Yo pensé en la ciudad, cómo hablar esta ciudad en la que yo vivía.
–Se vincula con tu biografía al mismo tiempo ¿no?, hoy vives en pleno centro de la ciudad.
–He sido muy citadina, no soy una mujer que le guste mucho salir de Santiago o salir de la ciudad. Me encantan las ciudades, me encanta pasear por ellas. Yo deambulaba por la ciudad mucho, y además que vivía en el centro. Era lo que más me gustaba, ahí compraba libros, pero bueno, otra cosa que se extinguió en esos años fue el libro.
–Quemaron y quemaron.
–Y aparte se detuvo la importación de libros, encontrar un libro era muy difícil. Cuando yo era profesora tuve que buscar un libro de José Donoso y no estaba en ninguna parte. Me lo prestó un amigo. En cuanto a mi paseo citadino, yo trataba de mirar la ciudad, eso se refleja tal vez en Vía Pública, esa mirada de la ciudad como una estructura politizada, donde existen mecanismos de represión, el horror, el terror. Y está esa mirada seguramente un poco asustada que es la mirada mía: la pregunta por el ser, porque tampoco sabía ni tenía muy claro hacia donde ir. Yo no sabía si esta dictadura iba a terminar.
Entré a estudiar Licenciatura en Literatura, pero no tenía tan claro si iba a terminar. Porque a su vez el Departamento de Estudios Humanísticos nos servía de refugio. No era tanto por sacar un grado o un título, porque no se veía tan clara la instancia de dónde tú ibas a trabajar. Finalmente, se empezaron a generar ciertos mecanismos de apoyo, de ayuda, entre la gente que pensaba distinto al régimen. Yo encontré trabajo en la misma Universidad de Chile, en el año 75. Ahí trabajé durante cinco o seis años, y tuve acceso nuevamente a bibliotecas: la de lingüística, de literatura, la del pedagógico que era bastante buena, más toda la gente que leía y nos prestábamos libros.
–Aparte muchos escritores que transitaron también por el pedagógico. Teillier fue funcionario en la Chile también.
–Yo a Jorge Teillier lo conocí en la SECH, fui específicamente a conocerlo. No tenía mucho que decirle, yo todavía no había publicado mi primer libro, salvo saludarlo, no se me ocurrió más que eso.
–Pero antes de publicar tu primer libro ya eras lectora de poesía.
–Lectora de literatura. Trabajé en la Chile hasta el 80, y ahí hubo una reestructuración total. Desarmaron todo el Pedagógico y quedó en manos de lo que se llamó Universidad de Ciencias de la Educación, y a mí me dejaron allí, pero me echaron en el transcurso de un año: me exoneraron, la verdad, fui exonerada política. Captaron que a mí no me gustaba el régimen. Yo tenía treinta años y no tenía aún un gran currículum con el cual luchar, había recién egresado de Literatura. A mí no me tocó un gran castigo, después de un año me fui a Pittsburgh y saqué un máster. En eso me ayudó Bernardo Subercaseaux, me dieron una carta de apoyo. Fui a Pittsburgh y cuando volví me encontré con este trabajo en el Instituto Profesional de Santiago que después fue la Universidad Tecnológica Metropolitana donde estuve diez u once años.
–¿Y cuándo volviste del máster fue el congreso?
–Fue el año 87, lo comenzamos a preparar el 85, tuvo como dos años de preparación. Fue una idea de la Carmen Berenguer, de la Diamela Eltit y de la Eliana Ortega, que es una feminista y crítica literaria muy interesante.
–¿Raquel Olea estaba en el principio también?
–La Raquel Olea jugó un papel super importante, ella fue la que se armó como crítica literaria feminista. Yo creo que es de las únicas que hay en Chile, o sea hay varias feministas, pero no como Raquel. Porque hubo un momento en que nosotras no teníamos crítica y la Raquel sacó un libro fundamental que se llama Lengua Víbora (1998), donde da cuenta de la revolución de varias de nosotras y sacó unos muy buenos artículos.
–Algo que me parece muy notable del congreso del 87 es la mezcla que hubo de lectura de ensayos y lecturas poéticas, la comunión entre poetas y críticas, académicas y escritoras: creo que ese encuentro lo hacía real. Hernández comenta en una entrevista que ella publicó su primer libro para poder ser parte más enteramente del congreso.
–También publicó Fariña El primer libro (1985) y se lo presenté yo. Es muy interesante, muy estético. Marca un origen andino para la cultura latinoamericana. Señala el origen andino como lugar alternativo. Y bueno, ahí estábamos todas, y entonces se organizó como tu bien señalas un lugar para el pensamiento, otro lugar para la literatura, dentro un lugar para la novela, otro para la poesía y otro para la lectura de poesía. Se invitó a la Paz Molina, a la Carmen Berenguer, a mí, a la Elvira, a la Soledad, a leer poesía.
–¿Y cuál fue la motivación?
–Preguntarnos por la marca de la escritura de la mujer, si existía o si no existía una marca.
–¿Y cuál fue la conclusión?
–No se llegó a un único acuerdo. Hay distintas opiniones, hay una mujer que dice algo bien interesante que se llama Adriana Méndez que está en el libro del congreso. Lucía Guerra tiene «Silencio, disidencias y claudicaciones». También estuvo magnífica Josefina Ludmer, gran teórica argentina que escribe «Las tretas del débil». Ese texto habla de cuándo calla la mujer y por qué calla, cuándo la mujer se hace niña –como cierta poeta uruguaya, Delmira Agustini–; cuándo ocupa el silencio. Es un texto muy decisivo para la comprensión de la estética de muchas mujeres.
Pero no es una sola, yo creo que la estética recorrida por las mujeres poetas ha sido múltiple, ha tomado de diferentes lugares y ha ocupado diferentes zonas.
La conversación continúa en el tono de la enseñanza, me instruye sobre el libro de Sara Castro, Silvia Molloy y Beatriz Sarlo, Antología de poesía femenina latinoamericana. Fluye ininterrumpidamente entre el corpus de la antología, reconociendo siempre la autoría de los hallazgos. Pasa por autoras francesas, llega al asunto de la sexualidad.
–Se dice que la sexualidad de la mujer es más táctil, más sensual, que tenemos más zonas erógenas, más de todo. Realmente de qué nos sirven tantos órganos, si es cierto, tenemos nuestro clítoris que ha sido invisibilizado, pero más allá de eso de qué sirve si somos reprimidas, si la mujer está encriptada dentro de un mausoleo. De qué sirve tanto órgano. Yo creo que más bien debemos empoderarnos, sentirnos únicas y autovalentes, tener independencia económica y simbólica. Y eso lo percibió mucho antes Virginia Wolf cuando habló del cuarto propio, que no es una pieza sino una independencia de forma de ser. Hay que tener un cuerpo simbólico y un cuerpo político.
–Ser indóciles.
–Ser indóciles.
(*) Ilustración de Vladimir Morgado.
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