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Perfiles

¿No y la Cabra del Cerro?

Un pedazo moreno de camiona, con su rapado correspondiente; coloca unas pistas de rap; se le mueven sus rulitos negros que aún conservan la humedad de la ducha. Una libreta. Movimientos de mano: un baile que delata nuestros orígenes. Se le trancan las palabras por leer apurada (el drama de los que no hemos sido escuchados).

Por radioactivx

Solsticios y demases

Hace meses que no lograba tomar el cuaderno multicolor.

A cuenta gotas venían a mí las palabras.

Apareciendo de vez en cuando, en el explosivo escape de placer.

En la dimensión y plano que no veo.

Maricas en el sillón, en el suelo, con ansiedad de errores…

Con miles de palabras, escapando de la mano de bestias salvajes,

Bebiendo de néctares que no embriagan, pero que rebasan, que inundan».

Un fuego en la lengua, el planeta marte en sus ojos. «Usted no presta atención porque es una ordinaria, una sin respeto, una cabra del cerro». Su madre fue a dejar la cagá; mujerón porteño, buena pa los combos y el palabreo en su tiempo: «no me importa que me digan ordinaria por defender a mis hijos».

Venida de Montedónico. Don Jacko, la Jacke, Cabra del Cerro, o «la peor de todas».

Nacida de la energía del terremoto en el ochentaicinco (un mes después de la tragedia, la Jacko llegó al mundo) en los lotes de cerro Alegre alto. Aún había dictadura. «Sin alcantarillados». Con nostalgia describe una destartalada vivienda con baño de pozo en el patio, inundando su imaginación de proyectos inmobiliarios menores, «dentro de las posibilidades de mi infancia». Una mentecita inquieta, de aquí para allá, poniendo canastos para los papeles sucios, inventando una regadera para bañarse, o bien intruseando los cachureos que su tío traía del botadero municipal, como aquella vez que se encontró con una escopeta en el techo.

Pese a que la actividad literaria la obliga a bajar, era necesario llegar a su lugar en el mundo para entenderla.

Sus progenitores continúan juntos, «pero no revueltos». Su padre, que «es un talento», escribía poemas a la madre de Jacko en las paredes de «esa casa bote». Era un romántico a quien nunca vieron dejar de trabajar. Como hija le admiraba, observándolo dibujar. «Tenía una caligrafía preciosa, la ortografía no tanto». Él siempre incentivó su escritura, su cantar; sin embargo, ella se considera poco constante e indisciplinada.

Su madre, «mujer violenta», su principal corregidora, «con lo que pillara a mano». «Eso es amor», decía. Dudaba, pero internalizó de a poco la idea de que el amor duele. Las golpizas no lograban calmar su curiosidad, «las ganas de arrancar». Llegó a odiar a su madre, pero con los años, eso se transformó en admiración, empatizando con su contexto. «Se parapetaba en la casa con un cuchillo al cuello, mi papá tratando que se calmara, y nosotros no entendíamos nada. Con ella aprendí del terror», comenta.

La Cabra del Cerro cree que hay algo muy poético en ese amor materno, obsesivo por sus crías: «un amor duro».

A los ocho años ganó un concurso literario infantil, tras escribir un cuento. Le gustaba pintar, y se las arreglaba como podía para hacer las tareas en una era previa al internet de masas, donde acudía a la biblioteca Severín. Agrega: «para mi edad, y mi situación en la periferia porteña, leía muy bien».

Ya en su adolescencia se adentra en el mundo del rap; escribió gran cantidad de temas, conformando un par de bandas con amigos. Ganó un concurso Senda, junto a uno de sus grupos. «Antidroga, qué ironía».

Los perros del cerro no le hacen nada a la Cabra del Cerro.

A los dieciocho se enamora del padre de su primer hijo, y se embaraza. A los diecinueve conoce Balmaceda 1215. «Creo que aún no tenía el slogan de Arte Joven». Quiso entrar a un taller de artes plásticas con técnica mixta; pero había un niño que cuidar, y su madre devota del mandato obseso del maternar, «los hijos primero», no le permitió continuar, pues tras «peleas y pelas con ella por querer ser parte de otra cosa que no fuera dedicarme día y noche a criar», acabó cediendo, abandonando su sueño de manualidades. Encima con una depresión post parto de la perra, que la tenía a punto de hacer el clásico del padre latinoamericano: abandonar; al hombre, a la cría, a la casa.

A raíz de la situación, y considerando que el trabajo sexual en ocasiones se paga mejor que otros trabajos (porque no cualquiera la hace, esto no es plata fácil, es rápida), comenzó a ejercer labores en cafés con pierna. Fue aprendiendo «mañas», conoció muchas personas, «harto ambiente». Se terció incluso con las cabras chicas que atendían pacos y ratis, «se paraban a las afueras de la galería Prat», todo el mundo cachando el mote con las menores en Condell.

Recuerda múltiples anécdotas de esos tiempos. Como aquella vez que el cliente quería lluvia dorada. «Pero yo no tenía ganas de mear, así que pesqué una cerveza y la deslicé por las tetas, el viejo de tan curao, estaba feliz». O aquella vez que llegó un tipo: «le pago cuarenta lucas a la que se deje pegar unos correazos»; y ella lo agarró pal webeo, «ya pero, ¿cuántos correazos?», dijo con su piel curtida por el amor de mamá. Sólo cinco, y le pagó tragos toda la noche.

El padre de su primer hijo le rompía las libretas, además de la ropa que usaba para ir al café, así no podría trabajar, «me escondía los cosméticos, el carnet». Él se va de su vida, y en medio del puteo, conoce a su segundo marido, padre de su hijo pequeño, quien fuera comerciante (y por motivos de no sapear a nadie, no puedo poner qué es lo que comerciaba). Una relación aún más intensa, de lujos y precariedades de otra clase. Y vuelta a romperle las libretas; y celulares, «¿qué andai escribiendo weás?», le decía.

Sola, borracha, desolada, sentada en el comedor de una casa donde «era un mueble más». Se preguntaba: «¿Por qué tengo que vivir así para siempre?».

«Los cientos, más bien, miles de gatos como comunidades nómades por los techos

Manadas felinas.

Las muertas hinchadas por sobredosis.

Los muertos colgados en árboles como adornitos de una angustiosa navidad.

Los clandestinos.

Los fierrazos en el cráneo, dejando caer sesos al más puro estilo Tarantino de pobla.

Los perros y perras huachas con alestín… homenajeando a un país de mierda entero».

Pescó a sus dos bendiciones, y se puso a pujar sola el timón de su hogar. Salió del closet. Se cortó el pelo. Entró de lleno en la militancia de las izquierdas. Retomó la escritura, pues ya no habría quién triturara las hojas de sus pensamientos y angustias. Le dijo «adiós al feminismo», chao pan y rosas: acabó decepcionada del activismo; pero seguía tocando caja en Bloque Fem, por el gusto de juntarse a hacer música. En esa vorágine nos conocimos.

Cuando la Jacke me escuchó leer la crónica de la quema de Allende, se me acercó. Nos fuimos con un grupo de lesbianas a tomar vino en el Corazón de Valparaíso, y de ahí a mi casa. Nos agarramos a besos. Al final de la noche, ella se esguinzó un pie por desvanecerse curá estando parada.

Me mantuve un tiempo buscando, en medio de mi conejeo habitual de aquel entonces, dentro de ínfimos rincones, a les escritores (la diversidark vagabunda, drogadicta, conflictiva) de la decadencia y el anonimato, con atención, orgullo, incluso emoción, porque de pelotudo a romántico, las tengo cada una. Esta escritura, sin embargo, parecía ser una de las más lindas que pude encontrar en los matorrales de Valpank.

Hay cosas de la Jacke que jamás entenderé. Nunca tuve que martillar un techo en pleno temporal porteño, o temer por la vida de mi hijo mientras una pistola oprime tu sien. No sabes cuándo se le va a salir la pobla, esa que ni tú ni yo tenemos. Ella la tiene marcada en cicatrices que no se aprecian a simple vista, pero le das una vuelta a sus letras que develan la transparencia de su interior. Odia a los jipis, tiene tres gatitas, y pronto lanzará un fanzine con sus poemas que más le gustan.

Es una salvaje, peleadora, ardida y viciosa. Es una Cabra del Cerro.

(*) Retratos de Kika Francisca González.

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