Calle General del Canto 662, Coquimbito, Los Andes, Región de Valparaíso. Allí, la casa de Gabriela Mistral: esto no es un título oficial, no es el nombre de un edificio o de una institución. Es la casa en la que alguna vez vivió Gabriela Mistral, de la que hoy recordamos su fallecimiento.
Por Javiera Astorga
«Ah, como La Sebastiana».
No, todo lo contrario.
Una casa abandonada, en la que alguna vez vivió Gabriela Mistral; entre 1912 y 1918.
¿Qué sabemos de la vivienda? Muy pocas cosas. Las noticias se dividen en dos: 2006, 2009, 2011, qué será de la casa; 2021, 2022, la municipalidad compra la casa, plan «en marcha». Lo demás son especulaciones e intenciones. Promesas, alusiones al futuro, vehemente rescate de la memoria. Todo lo que queremos escuchar de quienes se harán cargo.
Dado que la información en la web era limitada, era mejor tocar las puertas de Coquimbito, una localidad de Los Andes donde se encuentra la casa. Como equipo de Plataforma Crítica, de Balmaceda Arte Joven, llegamos en una van hasta la provincia aconcagüina. El cielo nos recibió gentil; una mañana muy helada y un mediodía ya tibio. Es costumbre escuchar atrocidades sobre el clima del interior. Todos teníamos una misión, la mía fue llevada a cabo a las 11 de la mañana, más o menos. Luego de abandonar el liceo Pedro Aguirre Cerda de Calle Larga, partimos recorriendo las calles, para mí desconocidas, de Los Andes, hasta llegar a Coquimbito.
Junto a Nico, radioactivx y Kika llegamos a la casa, y no sabíamos qué esperar. Hasta me asusté un poco al notar que había alguien adentro cuando nos acercábamos al lugar. Ni siquiera teníamos pensado poder entrar. Fuimos un poco a la vida.
Y la vida nos recibió: un caballero de edad, lentes y pelado, que nos hizo un recorrido por la casa. Justo al entrar, hay una habitación a la derecha, ese es su aposento. Tiene una tele sobre un banquito, el cable con débil señal. El «tío Pelao», como nos dio permiso Luis Ramírez de llamarlo, lleva unos siete u ocho meses cuidando la casa. Me interesaba saber cómo llegó él ahí, con quién hablaba, desde cuándo y hasta cuándo.
Si bien al comienzo lo sentimos un poco distante, notamos cómo al avanzar nuestra corta estadía su carácter se apaciguaba. Resulta que llegó ahí por una paleteada del administrador municipal, me cuenta. Tuvo un segundo accidente cardiovascular, por lo que lo trasladaron a esta labor de guardia diurno. La casa queda sin vigilancia por las noches y por los fines de semana. Ya cuando estábamos en el patio, le pregunté si tenía contrato, me dijo que no. Después agregó que su contrato (que yo creo que se refería a un acuerdo hablado) decía que «le diera alimento a los perritos, que estuviera una, dos horas…». Él decidió por su cuenta resguardar la casa de Gabriela de lunes a viernes, de 9 a 5.
En su narración mencionó en repetidas ocasiones a los vecinos; que él de verdad quería mostrarnos la casa, pero que después los vecinos andan hablando cosas. La casa de al lado, número 664, la que está vacía y en la que solo hay unos perros gigantes, también está comprada como para sumarla al perímetro que ocupará el proyecto casa-museo-café-anfiteatro; es la otra que está ocupada, a los vecinos les da la vista como para saber qué sucede en el ex-patio de Gabriela. Entonces, entendiendo que al parecer había complicaciones para realizar un tour completo, nos dejamos llevar por los espacios que nos permitía ver don Luis, que terminaron siendo todo el terreno.
Lo habitado por Lucila Godoy está en el segundo piso, pero la casa tiene bastantes habitaciones, un subterráneo, una escalera y una puerta que da al patio asegurada por unos tubos rectangulares gigantes de hierro, y más habitaciones: unas inaccesibles, otras deshabitadas o con objetos azarosos.
¿Es acaso un milagro que esta estructura siga de pie? El concejal Octavio Arellano en el 2021 comentaba que: «(…) le hemos pedido expresamente al alcalde Rivera que una vez comprada esta se tome inmediatamente posesión con un plan de prevención ante cualquier tipo de desastre que se pueda presentar, como un incendio por el sistema eléctrico, acciones vandálicas que pudieran ocurrir, para así abocarnos a que esta casa sea recuperada para que no corra ningún tipo de riesgo (…)». Este es el relato oficial.
Sin embargo, el patio también se ve bastante descuidado, pero con un follaje chascón y encantador, el de una naturaleza sin domar. Don Luis nos comenta que vienen los jóvenes a tomar por las noches, explicando la presencia de cartones y botellas vacías. Un sauce imponente, que dicen que es el mismo con el que Lucila se techaba para escribir. Una buganvilia morada extensa, un parrón y hojas secas en el piso, pelotas de fútbol desinfladas.
Nos llamó la atención la piscina, parece nueva, una construcción añadida. Otra intervención posterior sería la pintura azul, el rojo ladrillo desde abajo le resiste y aparece de todas formas, que es el mismo rojo que cubre la fachada del segundo piso. El pasado batallando para hacerse presente. El terreno limita inmediatamente con la línea del tren, y luego el río Aconcagua, cuyo rugido vela nuestros pasos curiosos, y el relato animado del vigilante. La ubicación de la casa es fundamental, logro entender inmediatamente cómo este lugar pudo haber sido el que cambió la vida de la escritora. Gabriela registra su cariño rebosante sobre el rededor de Coquimbito y, por suerte, podemos acceder a sus textos:
«Me acuerdo de una de mis cinco Nochebuenas de Los Andes, que se me ha hecho un bloque. El paisaje es cosa tan fundamental que no se muda realmente de sucesos sino cuando se cambia de paisaje».
Y si bien don Luis no tiene ninguna relación formal con el lugar, aun así nos cuenta de sus fantasías de reparar y limpiar, que si fuese por él, todo esto estaría impecable. Le pregunto para cuándo él cree, o si es que sabe, que van a empezar las reparaciones: «Yo creo que ya pa’l verano». Me doy cuenta que manejamos más o menos la misma información. Gabriela en su diario, casi vidente, pasa por la misma situación al querer visitar la casa del argentino Domingo Faustino Sarmiento, que también vivió en Los Andes.
«Tres veces fui a pie desde Los Andes a mirar la casa del maestro Sarmiento, y más cosas me dijeron la construcción despotrada y el paisaje circundante que los que viven en las vecindades».
En realidad no es General del Canto 662 la dirección de la señorita Lucila, el número es 660, el de la puerta en desuso que está justo a la izquierda. Si es que fuésemos a entrar por ahí, nos encontraríamos de frente con la escalera. La pieza de la poeta está en el segundo piso. «Ya, pasen no más», soltó don Luis después de advertirnos que no podíamos acceder. Y subimos, logramos ver lo mismo que veía Lucila Godoy a través de la ventana, anacrónica cordillera.
Por todas partes estaban repartidos unos post-its rosados con letras y números, como si hubiesen venido a tomar medidas. Hay una diferencia entre los pisos: los de las piezas parecieran ser los originales, o los más antiguos, por lo menos, y el que caminamos nosotros era un piso flotante ya deteriorado, pero reciente. El resto del panorama no era tan fecundo: platos sobre un mueble viejo, baño alfombrado, la ducha conserva los azulejos. Visillos amarrados como para que entre luz, cortinas amarillas, altas ventanas.
Al terminar el recorrido, don Luis nos cuenta un poco más de los alrededores, de la capilla que está un poquito más allá, del Liceo de Niñas en el que Mistral fue maestra (de ahí «señorita Lucila»), las inevitables leyendas del campo colonial. Luego nos despedimos, y agradecimos fervorosamente a don Luis por su hospitalidad.
Caminamos solo un par de pasos, y un caballero que pasaba al lado nuestro nos pregunta que si andábamos viendo la casa. Pedro Reyes era un vecino de la misma cuadra, y nos comenta más o menos lo mismo; el abandono, que no viene nadie nunca, que a la gente no le importa, que no hay junta de vecinos que se pronuncie. Y también termina contándonos las mismas leyendas macabras sobre la hacienda de Juan Pablo Avendaño, cuya entrada queda justo al frente de la casa de Mistral. Otro dato interesante que nos entregó don Pedro es que él mismo vivió en General del Canto 662 por el 2003, «éramos puros mineros». También nos dijeron que en algún punto la casa había sido un restaurante, y que al lado había unos baños turcos.
Luego, en mi búsqueda, encontré un grupo de Facebook, «Los Andes en fotos del ayer», donde una usuaria comenta que ella fue nacida y criada cerca de la casa de Gabriela, y que la recuerda cuando fue la hostería La Rivera. A modo de pieza de rompecabezas, quizás ese era el lugar donde vivió don Pedro.
Todas estas piezas construyen una imagen un poco difícil de digerir. Desde los relatos personales que nos encontramos, hasta ser testigos del abandono más allá de la infraestructura. ¿Estamos cuidando nuestro patrimonio? Más allá de proyectos, permisos, licitaciones, fondos. ¿Por qué la casa de Mistral lleva décadas sin ser protegida como se debe? ¿Es esto un problema que nos acongoja a las provincias, a las ciudades coloniales? Los poetas nacen y crecen en los valles. Mistral, siempre aguda, reconoce las ventajas de lo urbano, con un inevitable dejo de resentimiento.
«Comprendo el amor de algunos por las ciudades mayores. La ciudad es un vicio del siglo y, sin duda, hay refinamientos del espíritu que solo puede alcanzarse en una ciudad, florecimiento supremo de la personalidad que exigen la fiebre, el espectáculo soberano de dolores y pasiones que solo la ciudad da».
Es precisamente fuera de la ciudad que escribe el material poético que sería reconocido a los inicios de su carrera. Los célebres Sonetos de la muerte; trilogía de poemas que serían galardonados en los Juegos Florales, en Santiago en 1914. Cien años se cumplieron ya de este antes y después.
Entendamos que no sólo Los Andes catapultó la carrera de Mistral, sino que significó un momento profundamente sensible en su vida personal, como se refleja en su impresión de los Juegos Florales. De hecho, los sonetos surgen a partir del lamentable suicidio de un amor pasado de la autora. Si es que no hubiese mirado el paisaje andino por esa ventana ahora polvorienta del segundo piso, quizás no seríamos hogar de la poeta más grande del habla hispana.
«La vida ya fue para mí demasiado madrastra. Y me dejó este miedo, casi terror, de las gentes. Este pueblo andino en que a nadie conozco, es propicio a mi resolución de aislarme con mis heridas y con mis desengaños. Soy tan huraña, tan fierecita de la montaña, hablando lengua, no otra, que la primitiva mía».
Me resulta difícil de entender que un espacio sagrado para ella no haya sido resguardado como se debe todo este tiempo. Es por eso que quise acompañarme de sus propias apreciaciones del valle del Aconcagua al abordar su casa, su estadía, su relación con el territorio. Mágica Mistral, cien años y coincidimos en el estado de las cosas. De aquí al 2024 o 2025 el santuario ya debería estar en marcha.
(*) Fotos de Kika Francisca González.
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