Frente a la publicación de un fanzine recopilatorio, las lecturas organizadas por Juan Yolin en CENTEX son recordadas por nuestra redactora.
Es martes 29 de agosto. Comienzo los arreglos desde temprano, que el pelo, que las pestañas, que la ropa. Lo hago así porque aún estoy con la movilidad reducida, aún me muevo aletargada de un lado a otro. Le acepté la invitación a Juan Yolin pensando que para la fecha ya estaría sana. Frutos de Temporada se llama el evento que anuncia mi gran regreso. Un gran regreso piante, challa y dramático. Yo misma le tiré leña al fuego para que todos me fueran a ver. Y se animaron. Los de siempre.
Pido un auto que me deja afuera del CENTEX. Entro lentito y a pesar de la promesa de llegar a la hora, lo hago diez minutos tarde, al ritmo del clic clic metálico que las muletas hacen cuando chocan con el suelo. Sonido infernal, me tiene harta, corta de vanidad. Finjo que todo está bien, que llegó la diva, la potra. Oculto lo avergonzada que me hace sentir que me vean caminar así debajo de toda la parafernalia que monto al pasar, saludo estrepitosamente, me rio, bromeo y le digo a todos que mis muletas son mi nuevo auto. Así evado este amorfo sentir y me convierto en una princesa cyborg.
Le pido a Renato (radioactivx), que no ha llegado todavía, que me compre una petaca de whisky para recuperar el valor que antes sentía al leer en estos eventos literarios, valor que perdí por tener la pierna chueca. Y llega no solo con una petaca, sino que con dos shots de vodka azul que costaban luca en la botillería. Muy distinto al mesón con té, café y galletitas que hay para que saquemos a libre disposición. Pienso en servirme la petaca en una taza para pasar piola, pero piola no es mi estilo y tampoco hay tiempo, tengo que lograr estar aunque sea un poco borracha antes de que me nombren para pasar a leer.
Somos cuatro los que vamos a recitar. Los desconozco a todos. Luis Retamales, Luisa Aedo Ambrosetti, Tito Martín y su poco humilde servidora. En ese orden. El primero, a quien presentan con una cantidad enorme de títulos y logros, lee un largo poema. «Socito», «guachito», «guachita», dice. Y es un poco difícil de escuchar, no sé si acaso es por la entonación poco creíble o si acaso es porque estoy desconfiada.
La segunda, Luisa, profesora de filosofía con magister en doctorado y blá, blá. Tampoco sé si será normal que tanto título me maree y me ponga a la defensiva. Igual me pego con ella, porque tiene un ritmo, un algo, cuando lee muevo mi patita como si ella estuviera cantando el poema. Y con Tito es más sencillo, tal vez es porque tiene mi edad y es gracioso. Lo presentan con poquitas palabras y audacia: Quillota, cineasta, ha participado en talleres, Ojalá coman pescado frito cuando me muera es su primer libro.
Me gustaría recordar con mayor precisión lo que ha pasado en ese escenario, que en realidad es un mesón blanco, un micrófono y una silla acolchada. Pero no logro hacerlo. Mis nervios me tenían mareada, desenfocada. Tampoco hubo algo memorable para mí, ni un poema, ni un personaje. Excepto la personalidad de Tito, que fue el más lúdico de todos los poetas. Y de haber sabido que esto terminaría siendo un encargo de crónica, hubiese puesto mayor y ficticia atención a todo lo que se leyó. Perdón si sueno pedante, pero no es eso, no es más que honestidad y estoy un poco cansada de fingir que no me dejo llevar por estos sentimientos.
En estos eventos siempre miento, porque yo no soy poeta, o quizá sí: en el secreto de mi pieza. Siempre les leo narrativa. Hasta antes de sentarme en la mesa, saludar a la gente y leer, no tenía idea de qué textos escoger. Uso un texto inédito y la introducción de mi novela. El primero me resulta muy divertido de leer aunque, demasiado personal, muy emocional. Y el segundo, lo hago por el compromiso que siento con esa introducción, aunque me tiene un poco cansada y ya la quiero soltar.
«Las putas estamos ardiendo. Caminamos por encima del mundo con esa fuerza única de puta debajo del sol de verano, sacudiendo la grasa del cuerpo sin pudor. Pero lo único que sale para afuera es que estamos un poco asustadas, que crecimos en otra frecuencia, que queremos volver al útero».
En el público, que es un puñadito de gente sentada en sillas ordenadas en fila, hay caras conocidas y otros señores cuyas caras no reconozco. Hay un viejo que está frente a mí totalmente serio, con cara de nada. Me da nervio, porque esos viejos suelen ser los más críticos de mis ideas. En cambio, mujeres y disidencia me felicitan (¡qué horror escribir eso!). Quizás es algo generacional, no lo sé. Intento no mirar tanto porque cuando es un evento tan íntimo me trabo un poco, a pesar del whisky. Soy la última, así que justo al terminar mi intervención, la gente aplaude y se paran todos a cuchichear. Recibo algunas felicitaciones y regalos. No cruzo palabras con ninguno de los demás expositores, los pierdo de vista.
Juan Yolin me pasa un sobre rojo que adentro tiene un billete de esos que me fascinan, los naranjos, de veinte. A todos los expositores les pasa uno. Lástima que sea sólo un billete.
De inmediato, y por la sed que me ha abierto el whisky, pienso en ir a malgastarlos al Cureptano porque ¡de esto se trata la poesía! No es la lectura, no son sus personajes. Es todo lo que pasa después. No me mientan, ni se mientan. Muevo los hilos y mando a todo el público que está compuesto por los de siempre y un par de viejos, ya dije, caminando para allá.
Pues, en esa nebulosa extraña, el mismo público pero en un escenario diferente y dionisiaco nos podemos olfatear mucho mejor, de manera más real. Yo me voy en auto porque no puedo subir el cerro debido al clic clic metálico que me acompaña a todos lados. Así es como terminan casi todas las lecturas de Valparaíso y sobre todo, las de Frutos de Temporada.
(*) Ilustración de Vladimir Morgado.
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