Menú
Fragmentos

En el medio mismo de las cosas

Varixs autorxs

Bajo la araucaria

Editorial Chimanga

50 páginas

SOBRE LXS AUTORXS

Mañana en Buenos Aires se presenta este libro, que resulta de un taller realizado desde Mendoza y la capital señalada. Para allá viaja Alessandra Cristina, documentalista siciliana afincada en Valparaíso desde el 2019, después de un estallido en Santiago. En la ocasión, regresa al puerto que le dio su acento. Publicamos uno de sus tres cuentos incluidos en la antología, donde también participan Camila Claudia Beatriz Roccatagliata y Francisco Matilla, bajo la coordinación de Clara del Valle.

*

André

Ese día en el comedor del brazo tres de la cárcel de Bonadonna sirvieron calugas de pescado y puré en polvo. El olor a frito y comida plástica se mezclaba con la luz de las dos de la tarde que más allá de las altas paredes de cemento, quemaba el asfalto de un verano tórrido. Afuera del recinto, los autos con el aire acondicionado que helaba la sangre, corrían en búsqueda de una bocanada de aire en la ruta que llevaba hacia al mar. Adentro, el mar era un recuerdo lejano.

André observaba a los detenidos comer, con su típica pose marcial que asumía cuando había que estar serios. La noche anterior habían llegado por barco dos sirios rescatados a unas millas de la costa y no podía sacarse de la cabeza sus ojos enormes ardientes de miedo.

—Estos nunca se lavaron en su vida.

Le comentó su colega, mientras le hacían el control de rutina a los recién llegados. André ni le contestó. Eran años que trabajaba en ese infierno de encierro, y sin embargo, nunca se había acostumbrado a la miseria humana que pasaba por ahí. Todos los días, entrar y salir de la cárcel, significaba meterse y sacarse un uniforme que no encajaba con su ser. 

Tenía la sensación constante de llevar puesto un disfraz, una fachada que en las noches no lo dejaba respirar. Un sentir molesto que no se iba tampoco cuando terminaba sus turnos y guardaba su pistola, una Beretta PM 12, que antes de acostarse ubicaba al lado de la foto de su mamá. Era tan fuerte que incluso cuando quedaba desnudo, se anclaba en la piel, penetraba sus huesos y se fundía con sus vísceras.

Se había manifestado por primera vez una tarde del verano de sus diez años, cuando todavía era Iré. Iré vivía con su familia en las viviendas estatales del barrio La Marinella, en el profundo sur de la isla. Como el resto de los niños y niñas de la zona, el verano significaba correr por las calles hasta llegar a la tonnara, una caleta que unos treinta años atrás funcionaba como atunera de matanza a palos. Era un barrio de pescadores, amas de casa luchonas y renombres de la comunidad mafiosa de la provincia. Un complejo de casas con las puertas abiertas donde malavida y personas de buen corazón convivían con el olor a fritanga, donde las madres y las abuelas eran muy jóvenes y los apellidos se mezclaban entre sí.

Iré esa mañana se había despertado por el volumen de la radio de su vecino que tocaba el último hit de una canción neomelódica napolitana. Se levantó, se lavó la cara y pasó por la cocina a beber un vaso de Coca Cola.

—Despertaste hijita.

Le dijo su madre de espalda lavando los platos.

—Sí mamita. Voy a bajar a jugar.

—Comete los higos que trajo el tío Ciccio.

—Sí mamita, nos vemos más tarde.

Agarró dos higos y antes de salir, se metió a la habitación que compartía con sus hermanos, haciendo todo lo posible para pasar desapercibida. Con la mirada buscó rápidamente el traje de baño rojo de Alessio, su hermano mayor, que se encontraba arriba de la cajonera.  Lo aferró y se cambió rápidamente.

Cerró la puerta y bajó las escaleras del edificio galopeando, mientras el jugo de los higos que agarraba a mordiscos, se deslizaba pegajoso por su brazo.

–Iré esperame que voy contigo.

Le gritó su amiga Gigi que vivía en el cuarto piso. Las dos se saludaron y empezaron a caminar bajo el sol candente que golpeaba sobre los edificios de cemento olvidados de la periferia.

La escritora retratada por Soivia Ventroni.

La caleta estaba llena de niños y pubertad. Sus cuerpos eran lisos y quemados.  En La Marinella el protector solar era un lujo para ricos mirado desde lejos y con desconfianza. Iré se sacó la polera mientras pasaban los tres hermanos Sapuppo arriba de la misma bicicleta, con un balde lleno de erizos recién pescados.

—¡Iré tiene tetas!

Gritó el más grande de ellos, y una risa ruidosa llamó la atención de todos los otros niños alrededor que empezaron a mirarla riendo a carcajadas mientras la apuntaban divertidos.

—¡Iré tiene tetas! ¡Iré tiene tetas! ¡Iré tiene tetas!

Las pupilas de la niña se dilataron y en menos de un segundo se vistió, se dio vuelta y empezó a correr hacia la ciudad, con unas ganas inmensas de borrarse para siempre. En ese instante, se prometió no pisar nunca más una playa, por ningún motivo en el mundo. De repente su cuerpo no era más suyo, sentía como si una cadena se le hubiera clavado en el tobillo, convirtiéndola en una condenada más en la tierra.

Tal vez era por eso que, a distancia de treinta años, no se sentía tan distinto respecto a los reos que tenía que vigilar dentro de esa cárcel sofocante, encerrado doblemente por el cemento y por un uniforme y una piel que en realidad eran solo unas máscaras más. Podía abrocharse y desabrocharse el orden patrio todas las noches, pero le era imposible olvidarse de sí. Y tal vez era por eso también que no podía evitar de reflejarse en los ojos llenos de espanto de los recién llegados por mar, un mar que desde adentro era solo un recuerdo lejano.

Sin comentarios

    Leave a Reply