Robert Desnos
Mundana Ediciones
194 páginas
SOBRE EL AUTOR
El exceso vital e intensidad de los años del surrealismo se cristalizan en esta novela de Robert Desnos, nacido en 1900 y muerto de tifus en un campo de concentración en 1945, en que se narra la adicción a las drogas. La traducción estuvo a cargo de Cristian Olivos.
*
Barbara vivía en Auteuil, en un gran departamento, aunque la mayoría de las habitaciones permanecían cerradas. El salón le servía de estudio y ella no entraba allí más que para ir al baño. Las ventanas se abrían sobre un tumulto de casas del que emergía la torre Eiffel. Más allá se veía la línea de las colinas de los suburbios cercanos cubiertas de bosques tupidos. En los claros se distinguían edificios cuyas luces perforaban el espesor de las noches.
Antoine encontró a Barbara sola. Ella se privaba de sirvientes para ser más libre. Solo una mujer la ayudaba con la limpieza algunas horas por la mañana. Estaba vestida con una bata blanca. Tras hacer pasar al joven volvió a sentarse en un sillón, delante de la ventana abierta. Una botella de aguardiente estaba posada en el suelo, un vaso semilleno descomponía la luz sobre la alfombra gris. Antoine se sintió de pronto presa de un malestar. Le parecía que su cráneo había sido vaciado de toda sustancia cerebral. No le quedaba más que un gran vacío que le daba vértigo. No sabía qué decir, no encontraba una frase que valiera la pena ser pronunciada. El momento que había deseado durante semanas se transformaba en suplicio. Desde hacía ya varios días su pensamiento había estado obsesionado con esta cita. Había vuelto a encontrar la alegría de sus años mozos cuando llegaba el tiempo de una fiesta, de una diversión o de las vacaciones. Y ahora, si hubiera podido huir, lo habría hecho. Pensaba cómo encontrar una excusa para una partida precipitada. Pero no tenía la energía para hacer siquiera eso.
Bebía de su vaso de aguardiente contemplando a Barbara, cuyo rostro de ojos cerrados, enmarcado por los pesados bucles rubios de su cabello, había adoptado una extraordinaria expresión de reposo. El cuello, de una línea pura, se unía sólidamente a los hombros musculosos. Bajo la tela ligera se adivinaba la curva de los senos, del vientre y las caderas. Por la abertura de su bata su pierna salía hasta la mitad del muslo, a la vez frágil y sólido. Una pantufla se balanceaba en la punta de su pie. Pero lo que daba a este cuerpo su aspecto voluptuoso no era ni la belleza de sus miembros, del vientre y del pecho, ni el fresco resplandor de su tez ni su pose abandonada. Era el hálito calmo que levantaba su pecho y creía ver pasar entre los dientes brillantes, por la boca apenas entreabierta en una semisonrisa. Los ruidos revueltos del mundo llegaban amortiguados y la habitación no estaba poblada sino por esta respiración regular que imponía su ritmo a la marcha del tiempo. Antoine tenía la impresión de armonizar su respiración con la de Barbara y de penetrar así en el universo de su ensoñación.
—Barbara —dijo.
Ella no respondió. Dormía. Antoine se regocijó en ese sueño que le ahorraba la preocupación por una conversación en la que sabía que sería ridiculizado. Evitó entonces hacer el más mínimo ruido y moverse. Llenó su vaso con precaución y, sosteniéndolo en la palma de su mano, penetró a su vez en el dédalo de su imaginación. El minuto presente había tomado la inmovilidad de los grandes espacios vacíos y flotaba él también entre el deseo y la realidad sin tener que decidirse por uno u otra.
La sirena de un remolcador, el canto de un pájaro, el grito de una locomotora, el rugido de un auto pasaban de pronto entre ella y él. Un suspiro inflaba su garganta y ella volvía a sus dominios secretos. Largos minutos, cuartos de hora transcurrieron. El timbre de la puerta desgarró bruscamente el decorado. Barbara despertó sonriendo y se levantó. Por un instante él distinguió sus muslos torneados y desnudos. Pasó cerca de él, acariciándole con una mano los cabellos.
—Creo que dormíamos —dijo ella.
Abrió. La voz de Lily retumbó, luego besos, palabras… Querida… Té… Sueño… Las dos volvían a la habitación.
—Entonces, Antoine, ¿jugando a la lagartija?
El espacio se estrechaba. Más tarde la lámpara de fumar se encendería sobre el diván, el té humearía en las tazas y el monótono ceremonial recomenzaría. Antoine se reprochaba ahora su cobardía. Debió haber hablado cuando pudo hacerlo. Cuántos meses tendría que esperar hasta volver a encontrar esta preciosa soledad de a dos; el odio contra Lily, que la había perturbado, lo poseía.
—Antoine parece incómodo.
—Es a causa de usted, Lily… ¡Lo ha despertado! Sepa usted que estábamos muy bien los dos durmiendo aquí. Si usted no hubiera venido, habríamos seguido así hasta mañana.
—Yo estoy tranquila. Les habría hecho falta el bambú.
Se recostaron los tres alrededor de la bandeja.
—Barbara —dijo Antoine—, he seguido sus consejos. Encontré un rinconcito encantador entre el bulevar y Montmartre. Una calle tranquila. Una casa grande y vieja
con jardines a los que dan mis ventanas. Creo que Chopin y Musset vivieron ahí. Al menos eso me han dicho…
—¡Oh! ¿Me invitará?
—Usted será la primera en ir, Barbara, cuando esté listo. Creo que le ve a gustar.
—¿Y yo? ¿No me invita usted a mí?
—Pero claro, Lily… seguro. Usted irá y todos nuestros amigos. En el jardín hay una gran fuente cubierta de musgo y árboles enormes llenos de pájaros. Uno se creería lejos de
París.
Hacia la noche, Barbara le pidió a Antoine que fuera a buscar una cajetilla de cigarrillos al baño. Allí fue. En el suelo había toallas húmedas y medias y zapatos. Sobre el tocador los maquillajes y los perfumes estaban en desorden. Una llave mal cerrada dejaba caer el agua gota a gota en el lavabo.
Encontró los cigarrillos sobre una mesita de vidrio. Los tomó, pero, al momento de salir, se quedó un instante mirando una caja de supositorios abierta junto al encendedor.
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