El mayor cineasta chileno también escribió libros. Mundana Ediciones, de Viña del Mar, los trae ¡por fin!
Libro verde, suavecito, pequeño. Todas las nubes son relojes. Año dos mil veintitrés, Viña del Mar, Mundana Ediciones.
«Una carta». Querido amigo: Raúl le explica a Pascal Bonitzer, razones por las que deberían elegir un texto del escritor japonés Eiryo Waga (pseudónimo del señor Ruiz) para la realización de una película. «En el cuento hay al menos dos aspectos que el cine y la literatura tienen en común». La noción de que en cada conjunto de imágenes existe un «punto de vista soberano», y también, la idea de «la naturaleza criminal de cada actividad cinematográfica y literaria». Filmar, matar. Se aniquila lo que queda fuera del cuadro. Mirar: un asesinato, y es lo que, según la misiva, logra el señor Waga, plasmado en un enigma policíaco muy poético.
El cuento mantiene relación con el ensayo Sobre nubes y relojes de Karl Popper. Sin embargo, más que una metáfora complicada sobre el webeo del binario nube/reloj, se nos hechiza con una fantasía onírica, rebosante de ilusionismo, metacine, centenar de pliegues que hablan de cómo mostrar una «verdad» con juegos de luces, cómo guiar la mirada mediante el montaje.
Es interesante que haya elegido inventar un origen oriental. Permite que la historia se desarrolle en otras lógicas. Cuando empiezan con sus weás del honor, reacciones de animé, momentos samurái, da un peso diferente a cada aspecto de la trama, y que pega bien con el estar filosofando sobre la mecánica del universo o las naranjas de cardoso, en medio de la intriga por el cuerpo encontrado de una niña que fue quemada por un rayo.
Ikiko Narusse, ejerce el noble oficio de script girl. Guiada por la admiración al artista, don Miyata, posee un profesionalismo de precisión quirúrgica. No sabe cuántos objetos puede haber en un set de grabación, pero sabe cuando falta algo. Su trabajo es asegurarse de mantener el orden de la composición elegida. Se dirige a la casa donde se grabará la próxima película, junto al señor Kemishi Maki, dueño del inmueble, con quien coquetea de manera discreta, pero apasionada.
Ecos de trueno. Un cadáver calcinado. Una horca. El teléfono y la luz, cortados. La aparición de un misterioso hombre experto en sombras chinas, que inspecciona los objetos de la casa «desordenando» la instalación. «Su sentido del orden difiere del mío». La joven Ikiko percibe el desarreglo, porque el tic tac de la armonía se detiene en sus ojos que conocen ese «punto de vista soberano» del director. La niña presenta signos de haber sido asesinada. Nadie está apurado por llamar a la policía.
«Este cuento es un reloj». En la carta se habla sobre la particularidad de los relatos de E. Waga: les quita el último capítulo. Al leer eso pensé en Selma Ježková, la sufrida protagonista de Dancer in the dark, quien gustaba de los musicales, pero se iba del cine en la canción anterior a la del cierre, así la sensación, el disfrute de la historia vive por siempre. Odiaba los finales. Pero Todas las nubes son relojes, no es en ningún caso un cuento inconcluso que tenga belleza por su tensión en la incertidumbre, más bien es la exhibición de una física cuántica literaria en un intento por detallar el espíritu del cine.
Al no poseer ese capítulo, se le podría considerar una obra incompleta: se vuelve nube. «La nube no es lógica», y por eso al reloj, máquina racional que captura el tiempo, se le considera su opuesto; si le falta una pieza no funciona. Eso es demasiado reduccionista. «El alma de las nubes es el viento», basta conocer el funcionamiento, su composición, para ver su ánima que lo revela todo (así se trata de predecir el errático futuro cercano del clima).
El misterio de la trama se despliega con el pasar de las páginas. Un cuento no necesita final para tener una consistencia narrativa arrasante. Y en última instancia ¿cuál es el final en un reloj?
La «verdad» de la obra se encuentra en la superficie, recargada de objetos e incógnitas. Polifonía de recursos: los sonidos del día anterior, las reflexiones de Ikiko, las cosas desorganizadas en la casa, el ángulo propio del señor Miyata, los silencios de Kemishi, el omnipresente sentido de observación.

Lo que está más allá de la experiencia está en la experiencia misma. Superposición cuántica: una partícula existe simultáneamente en más de un estado. Escenas que combinan presente, pasado, incitando un futuro. Movimientos de cámara: aparecen y desaparecen los elementos de la composición. Sensaciones de un lugar lleno y vacío a la vez. Vacío: un punto que borra los objetos, dilata el espacio. La narración es ciega: siempre tiene un ángulo muerto. Y me podría poner de los materialistas radicales; no hay dicotomía materia/espíritu, ni reloj/nube. La nube es la hora cero del reloj, donde, como diría el zorrito del Anticristo de Von Trier: «reina el caos»; la desestabilización de las realidades permiten el paso al acontecimiento.
La morada deforma sus dimensiones dependiendo de dónde se la mire, el compás de lo que ocurre se tuerce con cada información revelada. La luz manifiesta su lugar de dictador, elemento cinematográfico privilegiado. La script girl que parecía tener previsto cada detalle. «¿Incluso una niña electrocutada?» pregunta Kemishi a modo de broma.
Las máquinas, al igual que las obras, funcionan según la relación entre sus partes. Eventos imprevisibles, regiones del espacio imposibles de medir: los fenómenos ondulatorios, que transportan energía, no materia; una nube al viento, estructura móvil que muta. Desestabilizar el normal funcionamiento: surge lo nuevo.
Una niña de Schrödinger, viva y fallecida en el mismo instante; porque no se sabe qué es lo que ocurre mientras ocurre. Después llega la «representación». El arte como orden del caos. El corte del director mata lo que no se ve. ¿Si no lo veo, no ocurre?, el peligro de las representaciones únicas.
¿Y el final? El futuro (el capítulo último), revelado desde un pasado lleno de pistas. Un crimen ya concretado. Un cuento donde la sensación del espectador es protagonista. ¿Quién es el asesino? Poco importa.
(*) Ilustración de Vladimir Morgado
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