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Fragmentos

Tres ceremonias

Nicolás Campos Farfán

Komorebi

102 páginas

SOBRE EL AUTOR

Tras su debut novelístico con La distancia (2013), ambientado en Quintero, el lugar donde se crio, Nicolas Campos Farfán viene publicando con rigurosa puntualidad año a año, indagando en distintos géneros literarios. Tres ceremonias es su tercera novela, de la que compartimos un fragmento facilitado por la editorial valdiviana Komorebi. 

*

Un ciclista se les cruza en medio de la carretera. Va tambaleándose, como ebrio o sonámbulo, en zigzag. Cuando Raúl intenta adelantarlo, le obstruye el paso yendo hacia el mismo lado que el Datsun. Esta escena se repite tres veces hasta que Raúl toca la bocina. Como si despertara, el ciclista se alinea a la orilla de la carretera. Se trata de un hombre viejo y cansado, que a duras penas sigue pedaleando y hace un gesto con su mano derecha como disculpándose. Parece ya muerto, piensa Chío.

Su mamá, alertada por los bocinazos, apaga la radio y vuelve a dormitar. Sin música, Chío oye que el motor emite un chirrido. A lo mejor se viene una nueva pana, piensa. Según una señalización de tránsito, se acercan a Rancagua.

Falta poco, le comenta a un Raúl a esas alturas ya fundido con el Datsun.

Se recoge el pelo detrás del cuello y lo suelta. La mañana ahora tiene un tono entre azul y violeta. El perfil del rostro de su mamá va poco a poco definiéndose. Y Chío observa ese lento proceso, siempre atenta a sus movimientos. Le molesta la placidez que ha mostrado todas esas noches mientras ella lo ha pasado mal con su insomnio. Le dan ganas de zamarrearla. Incluso piensa en pegarle un manotazo, y llega a levantar su mano para hacerlo. Todo esto mientras su mamá exhala bocanadas de vapor, se mete las manos a los bolsillos y se voltea al otro lado del asiento reclinado: hace mucho frío y encima hay niebla.

Pasan a una zona urbana. Cruzan calles semivacías e iluminadas aún por postes municipales. Entre las calles, un vapor casi imperceptible sube desde los pastos. Se advierten autos con sus haces de luz ya menguados, y buses atestados de gente. Ya casi amanece.

Tengo que bajarme del auto, al baño, dice Raúl como excusándose.

Se estaciona junto a una fábrica metalúrgica.

Yo también necesito ir, dice Chío mintiendo.

Salen. Estiran las piernas. Se acercan al auto y golpean los vidrios para avisar que volverán luego.

Voy a ir detrás de esa muralla, avisa Chío y apunta a una casa vieja y al parecer abandonada.

Él se retira a un lado de la fábrica y ella se apoya en el parachoques del Datsun. Sólo cuando lo pierde de vista se mueve, dirigiéndose no hacia la casa, sino a un bosque de eucaliptus aledaño a la fábrica.

Nadie pasa por ahí. Hay una quietud que se corta con el griterío de unos tuetués a lo lejos. El bosque es diminuto y alargado, pero su densidad y la neblina que hay no le dejan a Chío intuir qué tiene detrás. Cuando se adentra en él, una brisa le sopla el rostro: proviene del interior, trayendo olor a tierra húmeda. Ahí, por el frío, se lleva la mano a la frente y advierte que ha sudado. De pronto los eucaliptos se abren y llega a una cancha de básquetbol vacía, venida a menos, cuyos tableros ya no tienen canastas. Ya no siente ganas de orinar. Sin embargo, busca otro lugar dónde hacerlo.

Tiene que hacerlo, piensa. O más bien: tiene que hacer algo más. Pero ignora qué. Su cabeza le duele, le arde. Su cabeza es como un puño apretujándose, a punto de quebrar lo que contiene. Y levanta la vista para fijarse en cómo las copas de los eucaliptos enmarcan el cielo.

Encuentra un sendero, al que le han crecido plantas y sus bordes están deformados. Pero va a llevarme a algún lado, piensa. El sendero va empinándose. Tiene hojas secas y ramas que crujen con sus pasos. La jaqueca y el sueño alcanzan su punto máximo. Detrás del bosque, va columbrándolo, se ve la cordillera, sus cúspides nevadas.

Pero antes hay un prado inmenso y mojado de rocío. Sobre ese prado, en lo alto de una loma, hay una casa y un álamo. Y junto a la casa se encuentra un grupo de personas. Se pregunta quiénes serán. Acomodados en una mesa, quizá desayunan, y la distancia los reduce y asemeja a piezas de juguete. A sus espaldas el sol se levanta sobre la cordillera.

El sendero termina justo en esa casa.

A quienes estén ahí, se dice en voz baja, voy a contarles que tengo una jaqueca insoportable y voy a pedirles algún remedio, y que me dejen recostarme en algún lado. Voy a decirles que avisen dónde estoy a la gente que está en un Datsun junto a la carretera.

Ya no aguanta más de sueño y de dolor. Sus pasos se hacen torpes, esforzados, y aun así sigue. Se tambalea, se dobla. Está a punto de derrumbarse. Intenta seguir, pero entonces se da cuenta de que lo único que había esperado era eso: caer, dejarse caer. Al final es como si hubiera tenido que descifrar y comprender aquello para al fin poder dormir, piensa.

Lo va a conseguir, lo sabe. Pero ¿va a dormir porque así lo desea o está desmayándose? Va tambaleándose de agotamiento y le da lo mismo. Piensa que dormir le aliviará la jaqueca. Se deja caer con suavidad en el pasto y piensa en que su mamá y su tío la van a buscar nerviosos por un largo rato. Y al encontrarla allí botada, si tienen suficiente imaginación, la creerán muerta, piensa. Quedarán asustados, cosa que a Chío le parece coherente, un llamado de atención justo. Aparte, su cuerpo se enfriará con el rocío y se va a enfermar. Todo eso le da lo mismo. Siente un calor agradable que no viene sino de ella.

Concluye que fue bueno ocultarlo todo durante su viaje, incluso la jaqueca. Le permitirá comenzar todo de nuevo, con otros sentimientos, ajena al peso de defender nada. Dejará el taekwondo y conocerá a otras personas. Tal vez le pida a su mamá un cambio de colegio. Su jaqueca va disipándose y se duerme con la mejilla apoyada en la palma de su mano. Abre un poco los ojos y mira hacia atrás, hacia el bosque de eucaliptus, y sonríe, o es como si sonriera, no con la boca, pero sí con sus ojos entrecerrados. En sus dedos aún tiene aroma a mandarinas.

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