1922 fue para la literatura un año memorable. Para las letras locales, fue el año de escritura de un manifiesto realizado por un grupo de escritores inolvidables.
Por Diego Armijo
Quién hace tanta bulla, y ni deja
testar las islas que van quedando.
César Vallejo
La calle tiene el nombre de la fragata insigne de la Armada chilena y centro de tortura: Esmeralda. En uno de los edificios ubicados en esa arteria se juntan porteños interesados en lo que se ha escrito en la ciudad. Un salón cuyas murallas tienen a la vista sus ladrillos. Sillas ordenadas con distancia, con un trozo de cinta de papel intentando dejarlas fijos al suelo. Ya iniciada la actividad, suenan las sirenas de bombas del cuerpo de bomberos de Valparaíso varias veces mientras el expositor se explaya. Luego son alarmas. Cada celular va recibiendo la alerta que pide evacuar la zona. El primer pensamiento es terremoto, tsunami. Pero se lee: hay un gran incendio en Laguna Verde, se pide salir de ese lugar. Estamos muy lejos. Pero siguen sonando los celulares, casi que por turno. Es normal que pase y uno se va acostumbrando. Pero es uno de los expositores quien pide apaguemos los aparatos. Suena frustrado. Como si fuera culpa de los asistentes el recibir ese sonido molesto, como si nosotros hubiéramos iniciado el incendio. Poco a poco vuelve la calma, volvemos a las palabras de presentación. Es que hemos venido a celebrar a modo de cumpleaños a un MANIFIESTO. Una hoja de papel que alguna vez se escribió en algún edificio como este. Con ladrillos a la vista. Con el mismo peligro de incendio, más cercano, tal vez. La hoja, o más bien las letras, o más bien las palabras y sus ideas, habían venido de tierras lejanas. Uno, Zsigmond Remenyik, que firma como Segismundo en el MANIFIESTO, era un húngaro que llega en 1921 a Valparaíso. Otro, Neftalí Fructuoso de la Fuente y Agrella, Neftalí Agrella para acortar, era más cercano, de Antofagasta, aunque viajero. Conocidos, amigos, traman cosas juntos. El MANIFIESTO, una cosa. El movimiento vanguardista, otra. Viven, ambos, la ciudad, las palabras, el MANIFIESTO, tiempos convulsos para definiciones enormes como edificios de hierro. El manifiesto como género se expande, para definir, acortar, generar límites como fronteras de países, que, claro, es la época, duran poco, nada es permanente. Hermano es el Manifiesto futurista, de Marinetti. «Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad», dicen ahí el italiano y sus seguidores. Abogan por una literatura que tenga movimiento. Para eso las máquinas son un ejemplo claro. Pero también la guerra, a la que glorifican. La destrucción, también. El MANIFIESTO porteño, nacido como un nuevo espíritu de esta energía, bebe de este trago moderno y bélico, como también de Apollinare y Huidobro. Lo dice muy claro en una de sus líneas. Líneas en la hoja que sus firmantes pegan en las paredes de Valparaíso. También, hojas que eran entregadas a quien pasara y quisiera una. De allí el destino de las ideas. En un muro el manifiesto debió ser rayado, rajado, desaparecer bajo otros carteles. En manos de transeúntes, una hoja que permite muchos usos. El clásico, si pensamos la cercanía de mercados y sus aglomeraciones, es envolver pescado. Es que «el Arte nuevo y la nueva Literatura han recorrido los circuitos ideológicos hasta los países antipódicos de Chile», dice que dice el MANIFIESTO. Ese lenguaje. En la calle. 1922. Hace cien años. ¿Quería ser entendido? Al parecer, no. «Tenemos la juventud de los calendarios, que hacia la tarde ya no son sino un montón de hojas amarillas: pero nuestra hora la viviremos cien años más tarde.»Ya han pasado esos cien años. Hay cosas inentendibles. Vanguardia, sí. Guerra, juventud, avanzada. Pero no basta una hoja pegada a la pared. Una hoja entregada como un folleto promocional de la consulta de un dentista. Un lenguaje de difícil comprensión en la calle. Pero muchos firman. Aparte de Agrella y Remenyik. Más apellidos. Walton, Bunster, Nazaré, Reyes, Rojas Giménez, Ypes Alvear, Leon de la Barra, Rivas, Christi, Carocca, Ramírez, Silva, Silva, Serey, Toro Vega, Coriolanni, García Oldini. Esos, los porteños. Mas después, como adhesiones figuran Vicente Huidobro, Joaquín Edwards Bello, pero como Jacques, también Guillermo de Torre, Jorge Luis Borges, sí, el mismo, junto a Norah Borges y Manuel Maples Arce. Después de tanto nombre, tanta referencia europea, uno de los expositores, Cristian Olivos, quien ha investigado este MANIFIESTO, como las expresiones de vanguardia en la zona, como también ha reeditado libros de Remenyik, esboza la crítica a la dirección de la mirada. Dice que dice el MANIFIESTO: «Europa es hoy el tablero de una planta eléctrica, donde se abren bajo el gobierno de fosforescentes operadores las múltiples rosas amarillas de las ampolletas.» Belleza, fuerza, pero los pies, la esperanza está tan lejos, siendo que se ha podido construir en el puerto de Valparaíso, esta hoja, este manifiesto, quizá mejorable, dice Olivos, si se mirara la tierra que se pisa. El MANIFIESTO, este MANIFIESTO, Rosa Náutica titulado por la idea de que los ISMOS a los que les debe su materia han sido esparcido por las cuatro esquinas del mundo, con su «nueva vitalidad eléctrica». Porque de lo muerto no crece nada. Dice, dicen el MANIFIESTO y sus firmantes, «de más está decir que críticos esquimales, como ese señor ALONE, ignoran en absoluto las nuevas manifestaciones intelectuales». Hay que hacer algo nuevo, destruir, pero no con los ejércitos de Marinetti, sino destruir, para construir algo nuevo, algo hermoso, algo que sea raíz de la tierra que se pisa. No hay que perderse, dicen, como Pedro Prado, un escritor con talento, pero que fue maleado por el ambiente. Hay que utilizar las tecnologías que nos permitan actualizar este MANIFIESTO. Prender ahora nuestros celulares, ya que terminó el homenaje, este cumpleaños a una hoja, a un MANIFIESTO. Ya no hay alarmas, pero el incendio continúa a lo lejos. Afuera Esmeralda está vacía, pasan muy pocas micros, en las paredes hay carteles pegados.
(*) Ilustración de Vladimir Morgado.
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