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Crónicas

Refundación poética

Hace unos días fue cerrada la convocatoria para el taller de poesía de La Sebastiana, en su segunda versión dirigida por Gladys González y Enrique Winter.

Por Vianka Ceverino

En el año 2018 viajé junto al colectivo PAP, conformado por poetas, mujeres y disidencias, a realizar algunas presentaciones y performances de nuestra plaquette de poesía de ese entonces, Demoliciones. Entre los espacios seleccionados del viaje cultural entre Santiago y Valparaíso, estaba la casa museo La Sebastiana. Un cronista tiene una perspectiva distinta entre lo que él es y lo que debe escribir, pero cuando una recorre esta ciudad en busca de escritura o algo que se le asemeje va topándose fantasmas, ruinas y ausencias donde la poesía es la poseída y no yo.

No sé si habrá sido por el acotado espacio para las mujeres dentro de la escritura en esos años o por la sensación de no ser suficientemente apta para esas circunstancias, la noticia de dar un conversatorio en la casa del padre poético chileno me causó un poco de miedo. Miedo porque la gente como yo, que no ha terminado la media y menos obtenido un título universitario, jamás se habría imaginado hablar de poesía frente a jóvenes tan académicamente preparados.

Podría describir más detalladamente ese día y sus pormenores, pero sólo alimentaría un imaginario del cual no quiero escribir en estos momentos, aunque sí quiero recordar las innumerables veces que no pude terminar mi oración porque la palabra me era quitada a la fuerza o la condescendencia de uno de los profesores del taller de la casa, que recaía misóginamente sobre nosotras y el material que traíamos impreso para entregar como apoyo de nuestra presentación donde, si no recuerdo mal, al leer un poema de Mateo Diosque (poeta trans argentino) dijo algo como: «No es ni será poesía jamás, ni aunque lo volvieran a escribir» o «Es tan panfletario que recae en lo burdo» y tantas frases que da lástima seguir mencionando. Esa experiencia no me dejó un sabor amargo, más bien un gusto ácido y picante, como una buena michelada, clavada: era de la idea de que espacios como estos dentro de la literatura debían y deben ser cuestionados, aun sabiendo que ellos tenían algo que yo no.

Por lo mismo, cuando a principios del año 2020 un amigo me vino con la propuesta de que me inscribiera al taller, lo pensé un poco y, más por el impulso de cambiar esos perturbantes recuerdos, postulé. También por la promesa monetaria que ofrecía la beca, pero bueno, ¿quién no cae en trampitas por un par de lucas? La cuestión es que el taller se aplazó y aplazó por temas pandémicos. Recién a principios del año 2021 pudo ser llevado a cabo y me llegaron varios mails contando quiénes serían mis talleristas. Los nombres mencionados eran Gladys González y Enrique Winter.

El hilo de correos era para las diez personas seleccionadas. Ya desde ahí todo tenía otra forma: la selección con paridad anunciaba que no sólo varones cisgénero serían quienes quedaran. El taller consistió en dos módulos, uno con Gladys, otro con Enrique, de tres meses cada uno. Al principio de las clases me sentía nerviosa no sólo por el formato Zoom, sino por la vergüenza de no saber o no entender algún contenido.

El primer módulo fue una experiencia emocionante, donde leímos a mujeres y disidencias desde el margen, vimos como ellas y elles pueden tomar su voz, territorializar su poesía, trabajar la escritura desde lugares poco convencionales para las mismas. Dentro del rol político y social, analizamos a poetas latinoamericanas alejadas de la idea acostumbrada de la feminidad blanca heterosexual que suelen presentarnos siempre. Gladys tiene una visión profunda con la cual leyó detenidamente nuestros textos para después hacer una devolución en grupo. La manera en la que corregía y seleccionaba los textos cada clase, la paciencia al escucharnos y también dar el punto a réplica desde nuestros cuestionamientos. Recuerdo una sesión donde conversamos de los espacios comunes en la poesía y cómo muchos de ellos pueden funcionar siempre que se tome lo cotidiano como el lugar donde el ojo se posa para crear imágenes y no donde muere en la contemplación. Esa clase duró más de lo debido, no sólo por el entusiasmo de pasarnos links de textos y buscar información en conjunto, sino que Gladys nos dejó extendernos en nuestras preguntas y sus respuestas, en el cariño y su escucha; cada palabra, una herramienta a disposición. Luego incontables noches me mantuve prendida leyendo desde el celular los PDF para nuestro taller.

Cuando nos tocó el módulo dictado por Enrique, nos enseñó su pasión desde lo clásico desde la Antigüedad a lo contemporáneo, leer y descubrir más allá del prejuicio hacia sus autores. Teóricamente, la poesía es vivida de otra forma, lejana al cuerpo, como parte de algo mucho mayor, la respiración, el movimiento, el poema como un ejercicio constante que toma un ritmo. Al fondo de cada poema se nota una pequeña música. Como mostró en una clase cuando una compañera llevó un ejercicio, al ver yo letras y números al lado de los versos casi me da algo que no sabría explicar. Él se rio casi de mi sorpresa y me explicó detalladamente el tema.

También tocó lo presencial, instancia en la cual tuvimos el agrado de compartir nuestras últimas clases con Enrique lejos de la pantalla. Antes de concluir, Gladys abrió una invitación de leer en la FILVA (Feria Internacional del Libro de Valparaíso) nuestros textos y finalmente recorrer la casa museo de La Sebastiana, paseo guiado por el extallerista y gestor Sergio Muñoz.

Así es como desde el día uno ambos acompañaron, desde su lugar como trabajadores de la literatura, a nuestro pequeño grupo de seis seleccionades, llevándonos al interior de una favela en Brasil mientras hablábamos de ediciones cartoneras o volviendo a una antigua humanidad poética donde lo sagrado se vuelve paisaje. Ambos fueron la mente y el cuerpo de estas clases, fundamental no soltarse la mano con la otra.

En las pocas palabras que me quedan por decir –tema complejo, mis extensiones siempre son notables–, tengo la certeza de saber que esas tardes a principio de verano fueron una fotografía impresa en la memoria, significativas para mí tanto como para mis compañeres, profesoras, estudiantes, monjes silenciosos o rupturistas del rap con la juventud en la piel y el enorme pesar del futuro. La palabra crecida como un fuego o la tranquilidad de leer bajo los jacarandás. Claramente, no contaría esta experiencia desde lo que la fundación pudo entregarnos, sino más bien de todo lo que está detrás de una casa que debe ser restaurada por su deterioro. No creo en los cambios, pero sí en que los espacios no son el límite, sino las personas.

(*) Ilustración de Vladimir Morgado.

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