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Crónicas

La caravana de la migración

Una lectura vivida de Trocha (Narrativa Punto Aparte), de Rodrigo Ramos Bañados, encontró en el centro de Viña del Mar nuestro cronista.

Por Diego Armijo

Al bajar al centro de Viña del Mar me encontré con una gran tendalada en las calles del centro. Por avenida Valparaíso, hacia las calles más cercanas al mar, era desalojado un edificio que había sido un hotel. Aún conservaba las letras en altura, sin perder ninguna parte de su nombre. Pero lo que pasaba en su interior era sólo deterioro. Las piezas del segundo piso, que sostenía el nombre del hotel, eran subarrendadas a treinta familias, compuestas estas por cuarenta personas. Bajando la vista al primer piso, funciona una carnicería que, aparte de las filas con momentánea distancia física en su puerta, no ve mayores dificultades para seguir funcionando durante el desalojo de los vecinos del piso superior.

Escuchando, queda claro que quienes habitaban esas habitaciones son las migrantes del comercio ambulante de la avenida Valparaíso. Mujeres y niños que compartían el sueño junto a bodegas con enormes bolsos matuteros. Sus orígenes, además de los acentos, que pueden no ser exactos para clasificarlos, se evidencian por las banderas nacionales que cargan junto a sus bolsos y que se ensucian en la vereda junto a sus muebles.

Pienso en estas imágenes como una terminal para los viajes de estas personas. Leo a Rodrigo Ramos Bañados, que en Trocha (Narrativa Punto Aparte, 2021), para describir el camino de los migrantes venezolanos que cruzan desde Visviri a Colchane, dice: «Un río de zapatos en el altiplano.» Ramos Bañados, eso sí, advierte que esa frase «no es una metáfora ni la imagen de una poesía en proceso. Es una foto, una simple foto que se difundió en redes sociales hace unos meses». En Trocha, junto con volver a trabajar como periodista en uno de los diarios de la cadena Edwards en Antofagasta, el autor comienza a reportear «la caravana de migrantes venezolanos que despuntaba en la carretera y en las calles».

En Viña, mujeres venezolanas, colombianas y haitianas, junto al muro de la carnicería, cuidan sus pertenencias y llaman a los camiones de flete. Una madre en particular, junto a sus dos hijos pequeños, les peina las cabezas con las manos. La niña usa una chaqueta rosada y en su espalda se aferra una mochila gris con brillos, con una enorme letra S, como un anuncio de supervivencia. El niño, chaqueta café, mochila negra. Ambos con pantalones cortos. Es que en la mañana estaba fresco, cuando llegaron los pacos con la orden de desalojo, pero ya se empieza a poner helado el ambiente. Han sido días abochornados en la ciudad. Hay nubes que tapan el calor, dando sensación de microondas oloroso. La madre parece no percatarse del clima. Sostiene una carpeta azul con papeles. Junto a esta familia, bolsos y maletas. Esperan pegados a la pared vacía, junto a un local de mercadería de origen chino.

«Entender por qué las mujeres venezolanas mendigan con sus hijos pequeños en las calles fue algo que me propuse», dice Ramos Bañados. Para encontrar respuestas, camina por Antofagasta y va cruzando las distintas discriminaciones raciales de las que ha sido testigo como habitante del norte durante los años. Conversa con migrantes ya más asentados, con negocio propio y que contratan a otros compatriotas. Habla con asesoras del hogar y prostitutas, que le aclaran que hay quien, ya teniendo un negocio, contrata a familiares y se aprovecha. Les pregunta a sus amigos qué es lo que piensan de lo que está sucediendo. Recuerda el orgullo de Antofagasta al tildarse como una ciudad de migrantes, esto, claro, antes de la llegada de los colombianos. Ramos Bañados nos comenta que la ciudad siempre se quiso más croata, medio europea, mejor. Junto con la llegada de los colombianos fueron apareciendo rayados con mensajes xenófobos.

Grupos de ultraderecha en Viña del Mar y Valparaíso han aprovechado las paredes en calles poco concurridas: en Viña del Mar, por calle 5 Oriente, altura 11 Norte; en Valparaíso, por calle Chacabuco, en una de las entradas al terminal de buses. Pegan carteles para acusar a la izquierda de la violencia en el país. También, con peticiones de expulsión a los migrantes.

Observa y, al costado de un quisco a la salida sur de la Avanzada Aduanera del río Loa, habla con Giannina, quien en Caracas tuvo que dejar sus estudios de enfermería al quedar embarazada. Está en ese lugar para ir ofreciendo a los conductores que deben detenerse, todos hombres, nos aclara Ramos Bañados, llaveros que nadie compra, «pero le extienden algún billete o moneda». En Iquique sus compatriotas le hicieron entender que podía conseguir plata vendiendo alguna chuchería, pues «no quiere mendigar», reconoce, «sino entregar algo a cambio de dinero».

Los transportes van llegando para iniciar los fletes. Los pacos ya no están; se presentaron, anunciaron y luego empezaron el desalojo. Los muebles y la ropa de la gente fueron, en su mayoría, sacados por sus mismos dueños. Los pacos desaparecieron pronto. Se aglomeran, entonces, sobre las veredas, cajas de cartón sin cerrar, con cosas ordenadas al tuntún. También, muebles sobre los adoquines y entre las jardineras. Una vía de la avenida ha sido cerrada por los desalojados. Allí se estacionan las camionetas y camiones, adelantado el reguero de pertenencias. Un peoneta en particular parece no necesitar ayuda de nadie, sobre su espalda carga mesas y lavadoras. Este se mueve con agilidad, siempre que su jefe le apunte un objetivo. Algunos de los muebles en las calles parecen heridos por la rapidez del desalojo. Las cajas de cartón maltrechas, abiertas, permiten ver la ropa amontonada que guardan. Junto a estas, en la calle y en la vereda, zapatillas sin su par, calcetas sucias y muchas hojas de papel de diario. Hay planchas y cables y paquetes de arroz y tarros de atún. Una cama conserva la sábana. Está de costado en el suelo y se ensucia.

Llegando a septiembre de 2021, la Trocha de Rodrigo Ramos Bañados se detiene en un episodio. Unas fotografías muestran a un hombre, rodeado de banderas patrias, tirar a una hoguera un coche de guaguas.

En Iquique las personas le hacen el quite a la plaza Brasil, a una cuadra y media de la turística avenida Baquedano. Allí, en carpas, viven alrededor de ciento cincuenta venezolanos, en lo más parecido a un gran campamento gitano. Llevan varios meses allí. No se quieren mover. No hay control. La situación es más compleja de lo que esperábamos. El romanticismo que se tiene al gatillar un diálogo se pierde de inmediato y uno adopta una actitud más bien defensiva o se pregunta realmente qué mierda hace ahí. Sabíamos que en los alrededores hay denuncias de robos. Al frente está la comisaría más importante de Iquique, pero no interesa. Hay denuncias peores, que he recabado en la prensa local, como ofrecimientos de prostitución infantil. Riñas. Alcohol. Pasta base. Es palpable la tensión entre los iquiqueños y los migrantes.

La madre y sus hijos ya no están. Ya no queda la gente que habitaba el exhotel. Eso o se confunde con la que camina. Con los comerciantes ambulantes en la vereda de enfrente que miran a sus colegas. Quizá alguno sea parte del desalojo y ya. Hay que seguir. Ser rápido en conseguir otro lugar. Los que quedan parecen ser los más antiguos. Dueños de la mayor cantidad de muebles y cajas. No hay desesperación en ellos. Llegan transportes para el amoblado. Un cuidador de autos se entromete en las cajas mientras los de los fletes trabajan. Lo interrumpen cuando ya tiene en sus manos un jeans blanquecino. No se lo puede llevar. En los locales de comida, una cuadra más allá, otros miran: otros migrantes, que trabajan en espacios de mayor seguridad al servir completos y chela. Miran la tele dentro del local. Se transmite en directo lo que sucede una cuadra más allá. En vivo, las cajas y los muebles en la calle. El exhotel con sus vidrios que verdean las cortinas blancas. Sólo miran, y alguien con acento colombiano escucho que dice algo: «Así con ellos.» ¿Quiénes?

(*) Ilustración de Vladimir Morgado.

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