Juan Manuel Silva
Banda Propia Editoras
126 páginas
SOBRE EL AUTOR
Nació en Mendoza en 1982. Estudió literatura y es editor de Planeta y Montacerdos. Acerca de personas (2016) compiló sus primeros poemarios, a los que sumó Ornitomancia (2017) y Exterminio (2019). Ha traducido a Henry David Thoreau, Wallace Stevens y Carl Sandburg.
Esta es una reedición de un libro publicado originalmente en 2015. El capítulo que reproducimos a continuación cuenta un gol con su propio mito: la celebración que hizo temblar a Colombia.
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Carlos Valderrama
Rudi Völler (qué nombre más ridículo) da un pase a Pierre Littbarski, falso de falsos jugadores, para que entre por el lateral izquierdo de la zaga colombiana y azote de zurda la melena de Higuita. Todos gritamos, pero cosas distintas. Porque en ese tiempo creíamos que cualquier selección de nuestro continente merecía respeto. Pero no.
En la botillería gritaron, en la rotisería, los niños del cité, todos gritaron el gol de Alemania. El reloj marcaba el minuto cuarenta y tres del segundo tiempo. Mi mamá decidió dejar de verlo. Mi papá dijo: cortalá. El acento en la última vocal, como los últimos minutos de ese partido, agudo.
Mi papá no celebró. Dijo algo sobre la calidad. Yo aún no sabía pronunciar bien. Era Völler el que fue por el lateral izquierdo y la perdió.
Álvarez, con su bigote de crack, se la pasa al Bendito, sube, con el partido encima, y se la da al Pibe. El espacio se detiene, el leve murmullo de seres que se confunden con la imagen. Carlos da la vuelta, tropieza, piensa y siente una oportunidad de cambio, pero toca, en cambio, al lado, a Rincón, que le devuelve a Fajardo y este, sin mirar, se la pasa a Valderrama.
Después de una educación de nombres es difícil llamar por el mismo a una persona a través del tiempo. Ese río suena siempre parecido, mas no igual. Lo sabía porque era capaz de reconocer a mi papá en las fotografías del álbum familiar, y porque mi mamá no era mi mamá cuando estaba pololeando con ese hombre llamado Claudio Silva.
Yo veía un afro rubio, ignoraba que ese ritmo en la composición verde de la grama era el inicio de algo, que para un país perfectamente sería una mitad. Mi papá no tomaba ni precauciones, menos tenía amigos; solo yo, un niño de siete años, al lado suyo viendo los últimos minutos de un partido, junto a la Sindelen. Siempre me gustó esa palabra, Sindelen, me recordaba el Supe, palabras con ese, que parecían referir a una serie de personas en una cosa mundial que debía llamarse trabajo, levantándose todos los días, muy temprano, a pesar de que uno faltara al colegio, para construir todo lo que usábamos. Alguna vez pensé en los alemanes construyendo calefones perfectos, para que ya nunca hubiera una explosión, o norteamericanos con sus autos que nos llevarían al otro lado de la cordillera, cuando se pudiese.
Pero Valderrama es esa pausa, ese silencio. Quel sogno che comincia da bambino e che ti porta sempre più lontano. Y mi papá. Detiene la pelota, levanta la cabeza y toca de memoria, como las olas. Rincón se la toca a Fajardo y mi papá grita: dale, conchetumare.
Valderrama. Cómo decirlo sin las vocales y las consonantes, sin los acentos que merecería un nombre tan largo y un juego sobre la paciencia. Carlos, digo, porque Carlos ya era casi mi amigo de tanto nombrarlo, tocó la pelota sin tocarla. Pensó, dirían las personas que nunca han jugado. Parece tan fácil decir que un oficio es llegar y repetir un movimiento. Carlos Valderrama practicó muchas veces un pase en profundidad, entre los defensas, en Unión Magdalena, a la perfección. Porque tenemos la posibilidad de hacer bien las cosas en el momento en que nadie nos las pide. Al revés, no. Carlos Valderrama estaba en La Castellana, Santa Marta, y no contra Augenthaler o Buchwald, no en el Giuseppe Meazza, no en Milán, no en Italia. Valderrama se da vuelta, ve a su compañero, Freddy Rincón, y lo imagina: ve cómo el sol pega sobre su frente e indica un claro; una puerta y una llave. El espacio vacío como proyección, todas las veces en las que una pelota giró con el efecto necesario para llegar a la posición. Cuando terminó de componer el gol, su pierna tomó el camino más sencillo y elegante, como un matemático, y se la dio a Freddy, quien, entre los defensas, a grandes zancadas, se va tras el minuto cuarenta y siete en busca de Bodo Illgner, que no tiene idea de quién es Carlos o Freddy, por eso se confía y se abre una posibilidad en la roca: un bus cruza un túnel en la cordillera de los Andes, el paso de una serpiente por la arena. Non è una favola e dagli spogliatoi escono i ragazzi e siamo noi.
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