Una de las mujeres que tomó la voz de Andrea Abreu, la escritora española del flamante Panza de burro (Kindberg), narra su viaje en el lanzamiento porteño de la novela.
No puedo partir esta crónica sin antes hacer énfasis en los celos que sentí apenas me invitaron al lanzamiento del libro Panza de burro. Sé que el mundo ha evolucionado y por ende, las comparaciones entre mujeres están totalmente obsoletas. El problema es que a mí me ha costado desaprender las lógicas del viejo mundo y cuando me cuentan que Andrea Abreu, escritora española de Tenerife, Islas Canarias, tan sólo tiene veintiséis años y es considerada una de las mejores de su generación, me pongo verde de envidia.
Acepto únicamente para conocer a la editora de Kindberg, quien organiza el evento. Me dice: «Como ella no puede venir, queremos que leas un pedazo del libro, el que a ti te guste». Entonces me lo envía a la casa y comienzo la lectura.
Para mi sorpresa, su imaginario es bastante similar al mío y el universo del libro tiene todo lo que yo podría querer en una novela. Estas aventuras de dos niñas preadolescentes que se mueven lejos de la ciudad me enganchan rápidamente. Y aunque estas dos niñas son del sur de España, me veo reflejada en su despertar sexual, en su curiosidad, en su manera de ver el mundo. La musicalidad de sus palabras y su atmósfera me atrapa por completo, a pesar de haber comenzado el libro a regañadientes.
En el barrio no había ningún niño al que le gustase jugar a las barbis o a los muñecos, pero con Juanita Banana hacíamos lo que queríamos. Le dábamos siempre la barbi más fea con la ropa más basta y él la cogía como quien descubre un tesoro antiguo, y decía hola, soychaxiraxiysoymuyguapa, con la voz de pajarito. Juanita Banana se moría por que lo invitásemos a jugar a las barbis porque en la casa no tenía. El abuelo de Juanito decía que estos chicos que estaban saliendo hoy en día se estaban todos amarisconando (…).
El personaje de Juanita Banana es un personaje secundario y no por eso menos complejo. Incomprendido por el mundo de los adultos, pero sobreentendido por Isora y su amiga «Shit». Me conmovió a tal punto que fue el capítulo que seleccioné para la lectura en el lanzamiento.
Pero mientras la leo y me enamoro, me pregunto: ¿quién es Andrea Abreu? ¿Cuál es su cara? ¿Qué la hace tan especial? Entonces en el buscador tipeo su nombre sólo por morbosear. Palabras como «la insólita novela», «la escritora reinventa las costuras de la gramática», «proeza al escribir» invaden mi pantalla. Entonces, ¿por qué yo no había notado su rebeldía? Porque, para los europeos, alejarse de las reglas gramaticales requiere mucha valentía. Como dice Leonor Silvestri: «Cuando se es de Europa se lo puede tener todo. Se puede ser la más revolucionaria de las revolucionarias».
Tal vez sea resentimiento, llámenlo como quieran. Para mí, su «hazaña» había pasado desapercibida porque para escribir del margen hay que ser honesto con las palabras, con las trampas del lenguaje, incluso con las contradicciones (tal vez como yo misma en este momento y siempre).
Llega el día del evento que es en Espacio Warhola. Con Arantxa Martinez (editora de Kindberg) nos saludamos de beso en la mejilla. Me pasa un libro, un pajarito me dijo que tal vez te gustaría: Quisiera que oyeran la canción que escucho mientras escribo esto, de la colombiana Manuela Espinal Solano, un libro anterior de la editorial. Ese pajarito era Diego Armijo, que estaba sentado en el stand de los libros. La única persona de mi edad y también la única que conocía.
Hasta antes del lanzamiento, me había autoexiliado de cualquier evento social, como método de abstinencia, durante una semana. Sumado también a los nervios de leer por primera vez frente a gente desconocida, frente a una fauna de escritores y amigos de escritores (entre treinta y cuarenta años) haciendo lobby. Por eso, agarro mi petaca y aprovechando el atraso del evento, me tomo un whiskey.
La lectura comienza cuando llega la invitada de honor: Natalia Berbelagua, quien me saluda con su mano desde lejos. Leo de corrido, impecable, claro, gracias al alcohol. Luego de eso, voy al baño y en un ataque de ansiedad le escribo a un amigo: «Por favor, ven al evento y sálvame de la angustia». La angustia, la angustia, la angustia. El vino de honor es un placebo y de tanto tiritar se me cae encima del polerón blanco a la altura de la teta, dejando una huella eterna. Saco dos copas más sin que se den cuenta y me las tomo en un costado mientras las mujeres bailan con movimientos exagerados y los hombres hacen apenas el amague de un baile. Miro a cada uno de los personajes de la escena literaria porteña para adivinar cuál de todos me podría invitar una puntita, una palita, una raya, algún dibujo encima de la pantalla del celular, algún chaleco salvavidas. Pienso que la manada de hombres con chaquetas de cuero, bototos y piscola en la mano podría tener, pero nadie saca nada, aunque más de alguno tenga.
Una mujer que leyó justo después que yo me dice: «Niñita, ¿tienes labial?» Yo respondo que me llamo Teodora y se lo paso. Claro, soy la niñita del evento, nadie me va a convidar maldades. Nadie sabe que tengo sarpullido en el cuerpo por evadir toda la semana las adicciones.
Me caen mal. No soporto el panorama. Mi amigo responde: «Ya, pero ni cagando entro». Me topo con un par de personas que me felicitan por la mención honrosa en el concurso Roberto Bolaño, yo en cada abrazo escondo la mancha de vino y evito conversar para que no se den cuenta de lo disociada que estoy, que no se note que mi cerebro está haciendo cortocircuito.
Mi salvación se encuentra cerca, en la plaza Aníbal Pinto. Desaparezco sin despedirme de nadie, sin dar las gracias, qué sé yo. Mis amistades me rodean, me preguntan cómo me fue, me estiran una llave con cocaína. Aspiro. Aspiro. Aspiro. En el dolorcito que me produce pienso que rompí mi récord de limpieza, aunque también siento un gran alivio, como si todo lo que odio del mundo se hubiese acabado. Ya no me importan las «Andreas Abreus», ni me molestan «los personajes lobby», ni me preocupa leer bonito, tampoco «las Natalias Berbelaguas».
(*) Foto de Constanza Majluf.
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