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Reseñas

La palabra mágica de Venancio Lisboa

Una antología de ensayo y poesía recupera la obra de este poeta y abogado nacido en Valparaíso.

Por Rafael Cuevas

Felipe Cussen reúne en esta antología el ensayo «Nuevos nombres de Dios» del primer libro de Venancio Lisboa (1917-1993), Llama viva (1953, Premio Municipal de Literatura), con textos escritos a lo largo de la carrera del poeta. Tanto ensayo como poemas (y un capítulo de Novela de cuentos) giran en torno a las mismas preocupaciones: la religión cristiana, el silencio como experiencia mística, la inefabilidad de Dios como principio de la creación poética.

Lisboa se nos da a conocer como un poeta cristiano, más bien conservador, con una subrepticia vocación mística. Decidor es que el ensayo sea de su primer libro y que en «Teopatía», poema de Madre poesía, publicado en el año 1981, todavía puedan leerse versos como «Estoy buscando a Dios/ Y no discierno el ojo que me observa»; pero esta vez, junto a un poema como «Chile Velero», que abre el libro y canta de manera impúdica y romántica a la Armada chilena: «Es mi patria velera./ Las gentes que lo tripulan son fuertes y razonables/ Por “La Razón y la Fuerza” unidas e inseparables.»

«Nuevos nombres de Dios» es un ensayo que celebra «la magia española del nombre Dios» a través de secretas regularidades: la similitud fonética entre Dios y dar, los múltiples sentidos posibles (combinatoria mediante) que encierra el sonido de la palabra «Dios», el prodigio de la geometría del vocablo. Todo gracias a la «secreta intuición filológica» de la lengua española, que despeja el carácter fortuito de lo que podrían pensarse, de otro modo, como nada más que coincidencias. Casi al borde del hispanismo, si además tomamos en consideración su gusto por el Siglo de Oro y, a veces, por formas métricas más bien convencionales.

De cualquier manera, no tiene sentido juzgar el ensayo (somero en fuentes, más bien operativo) desde la rigurosidad histórica o lingüística, pues tiene todo el carácter del salto de fe. Es a partir del ensayo que Lisboa se permite jugar con el azar y la combinatoria de las letras de «Dios» (pues «el hallazgo de esta singularidad es tarea de poeta») para crear un poema dialogado entre Dios y alma:

DIOS: ¡Oíd! ¡Oíd!

            ¡Soy Dios!

EL ALMA: ¡Os oí, Dios, os oí! Dí…

Como bien dice Cussen en el epílogo, es el comentario el que hace posible el poema, el tono más o menos expositivo el que permite vislumbrar un misterio que, entonces, sólo el poema es capaz de ensayar. Así, el epílogo con que se remata el volumen parece un texto fundamental, quizás en exceso gravitante, para comprender esta línea de la obra de Lisboa. Si bien podría pensarse que la genealogía en la que Lisboa se entronca, desde el discípulo de San Pablo, Dionisio Areopagita y sus Los nombres de Dios, hasta San Juan de la Cruz y su Llama de amor viva, es más o menos evidente, el epílogo agrega otra densidad teórica y contextual a un experimento verbal que, por sí mismo, incluso leyendo Nuevos nombres de Dios, pareciera gratuito. Y es que Cussen hilvana la combinatoria no sólo con diversas tradiciones místicas: también hallamos a Saussure, la criptografía y los orígenes del dadaísmo y del surrealismo; incluso a Nicanor Parra con su poema visual «El reloj de Venancio», que pareciera remitir a las ruedas del poeta y místico mallorquín Ramón Lull.

Pero más allá de que el paratexto haga posible, en teoría, la vinculación de los experimentos cristianos de Lisboa con las más desenfadadas vanguardias, vale la pena preguntarse cómo se vinculaba Lisboa con sus contemporáneos. Porque, a fin de cuentas, ¿quién fue Venancio Lisboa?

Venancio Lisboa Echeverría nació y se formó en Valparaíso, ciudad donde se graduó de abogado en 1942. Fue nombrado cónsul en Guayaquil el año 1945 y luego estuvo afincado en Santiago hasta los sesenta, década en que inicia un largo viaje por el sur para escapar de las responsabilidades capitalinas que lo mantenían alejado de su vocación literaria: hizo carrera de notario en Nacimiento, en Pitrufquén, en Loncoche y finalmente en Temuco, donde fundó la primera notaría de la ciudad y donde él mismo echaría raíces. Su trabajo poético, que incluye al menos cinco publicaciones y una aparición en la Antología crítica de la nueva poesía chilena (1957) de Jorge Elliot, es igualmente desconocido. Al parecer, en 1981 era miembro de la Corporación Internacional de Abogados, del International Pen Club y de la Sociedad de Escritores de Chile. Hay registro fotográfico de un encuentro con Teillier en 1971, que en 1958 elogiara su segundo libro, Concierto, por «su música sabia y refinada».

Para Lisboa, la poesía era un oficio lateral (en el sentido mistraliano) a su trabajo como notario: «Son dos actividades muy disímiles que, por lo general, se dan patadas en las canillas.» Mientras uno dejaba plata, del otro sólo se podía vivir si uno era «filomarxista o genio». Y había, sin duda, oficio. Nuevos nombres de Dios abre una pequeña ventana a una obra que, si bien a ratos pesada por su hispanidad, elabora con poemas como «El nacimiento de los extremos» o «Apuntes para un poema» investigaciones metafísicas genuinamente sugerentes.

La antología permite abordar la relación entre misticismo y experimentación literaria y, de paso, su relación con la vanguardia política. Cuando se habla del lenguaje y de su fracaso representacional, de su carácter gratuito, de la destrucción del significado, de la parataxis como recurso predominante para expresar una realidad imposible de asir (y que es justamente reconocer esa imposibilidad evidencia de cierta política respecto a la escritura, una política supuestamente abierta y que descree de jerarquías), ¿no se está buscando lo mismo que Dionisio Areopagita buscaba buscando a Dios, a sabiendas de la imposibilidad de su empresa? Burroughs creyó leer el futuro cortando y pegando viejas noticias.El misticismo puede convivir perfectamente con la más gloriosa mundanidad. Un estudio oficina soporta sin problemas la mágica combinatoria de las palabras.

Nuevos nombres de Dios

Venancio Lisboa

Overol

85 páginas

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