Veinte años cumple la edición de Valparaíso. El mito y sus leyendas, un long seller que se ha encargado de mantener vivas las historias de Valparaíso. Con ustedes, el escritor más porteño.
Por Camilo Jorquera
El Guernica recubre la fachada de una casa en Playa Ancha; dentro de ella se recluye Víctor Rojas Farías. Al abrirnos la puerta nos advierte que para pasar por los pasillos de su hogar debemos «imponernos frente a su perro», como una especie de quiltro cerbero. Antes de llegar al patio interior hay una pequeña oficina con un escritorio, un farol de mano y muebles que suben hasta el techo cubiertos de libros. Es allí donde Víctor, en más de un año de encierro, reconoce haberse dedicado, en sus palabras, «a escribir y leer como caballo».
Nos conduce más allá de su patio hacia una segunda oficina, un taller cubierto por dos pizarras enormes donde se apoyan muchas otras pizarras más pequeñas con títulos de proyectos, presupuestos y una frase de Gómez Bolaños: «Fue sin querer queriendo». Acomoda unas sillas y nos ofrece café, vuelve con tazas y en la suya voltea el último sorbo de whisky que quedaba en una botella. Deja sobre la mesa una bolsa con galletas de centeno.
–Sírvanse. Yo no como porque les puse veneno.
Víctor Rojas Farías ha pasado toda su vida en Valparaíso. Aunque la mayoría de las entrevistas y biografías que se encuentran por internet recalcan su origen puntarenense, la verdad es que Punta Arenas es apenas un pestañeo en su historia. Sus padres viajaron al sur en 1960 por un par de semanas y coincidió con el parto, pero muy pronto volvieron al puerto, donde habían crecido sus bisabuelos y toda su descendencia. Durante la enseñanza básica comenzó su fascinación por las historias de la ciudad: junto a sus compañeros, comentaban en los recreos sobre el hombre chancho que recorría las alturas de Playa Ancha.
Cuando empezó Pedagogía en Castellano en la Universidad Católica de Valparaíso estaba decidido a estudiar, recopilar y dar densidad a estas historias que habían sido parte de un registro oral o un rumor que recorre la ciudad. Nos comenta que la tarea no fue fácil, que ningún profesor quería ser el guía de una tesis que no abordara estudios lingüísticos o novelísticos. Desde la academia se producía un desprecio por la oralidad; además, pocos puntos de partida existían para un trabajo así.
Durante la década de 1980, mientras trabajaba en su tesis y recorría el laberinto de la Casa Central de la PUCV, conoce a Marcelo Novoa. Ambos, junto a Sergio Saldes, conformaron la editorial Trombo Azul.
Novoa describe esos años junto a Rojas Farías como de vagabundeo. Víctor los llevaba a los bares, pero solía desviarlos del camino, por un recorrido el doble de largo para hacerlos mirar el Valparaíso profundo. Se metían entre las grietas de la ciudad, las escaleras escondidas de los cerros para cazar fantasmas, observar a los pescadores preparando kilométricas redes para el amanecer y a las mujeres secándose el pelo en las ventanas antes de salir.
–A veces nos sentábamos en los miradores y Víctor nos decía que imagináramos un museo en los techos de las casas. Mucho antes que el Museo a Cielo Abierto, y mucho mejor idea.
Víctor Rojas Farías pasaba las noches de su juventud en bares con los amigos, pero cuando el reloj marcaba las ocho de la noche, se desvanecía. Iba camino a El Mercurio. Junto a otras dos personas, se sentaban en la soledad del edificio y leían el diario que saldría a la mañana siguiente: era lector de pruebas. Debía revisar una plana por minuto asegurándose de la redacción, de la ortografía, hacer cambios de moneda, buscar sinónimos, reemplazar «dictador» por «senador designado». A veces terminaba a las once de la noche; otras, a las dos de la mañana. Sergio Muñoz, poeta y amigo, lo conoció por aquellos años de hastío. Recuerda un consejo que Víctor le dio: «No estudies algo que tenga que ver con literatura».
La noches interrumpidas por la corrección de un diario terrible aniquilaron el gusto por las letras. Aun así, guardaba cierta esperanza en ese trabajo. Esperaba el día (junto a su equipo de trabajo) que falleciera Augusto Pinochet para publicar un suplemento sobre su muerte que llevaba años escrito.
–No teníamos suplemento para su detención, eso sí. Nos pilló de sorpresa.
Los trabajos tediosos son una constante en su vida. Se ha dedicado a ser escritor fantasma, a escribir maquillando la vida de empresarios que desean dejar una biografía a sus hijos, procurando, bajo amenaza, no mencionar cómo acosan a sus empleadas. Pese a todo, en la búsqueda de esa esperanza ligada al humor ácido que lo caracteriza, nos confiesa que en las páginas 7 o 77 de los manuscritos que entrega, si se juntan las mayúsculas se puede leer: «SOY VÍCTOR ROJAS ESTO ES MENTIRA».
Las mañanas y tardes de esos años de trabajo en El Mercurio están dedicadas al estudio y recolección de historias del Valparaíso popular. Llena su libreta de apuntes hasta que el fondo blanco del papel desaparece, visita el cementerio una y otra vez, revisa archivos y habla con las personas como primera fuente. Escribe crónicas que son publicadas en el diario La Época, pero por sobre todo, está inmiscuido en la elaboración de Tango Dos (1983).
Tango Dos es un libro objeto publicado, con un tiraje muy reducido, por su editorial Trombo Azul. Es parte de una escena vanguardista injustamente pasada por alto por los estudios y la crítica. El artefacto narra un amor no correspondido, es la hazaña de una literatura epistolar donde realmente hay cartas. Su interior estaba compuesto por estampillas, sellos de lacre, fotografías dedicadas y flores secas. Durante los meses que trabajó en la fabricación del libro, su casa escalonada funcionó como una factoría. Cada habitación se convirtió en un taller: en algunas guardaba las estampillas, en otra se dedicaba a hacer el trabajo con los sellos, otra para los recortes, mientras que en el patio dejaba secar las flores.
«He pensado reditar Tango Dos, pero el proceso es difícil por puras tonteras», nos comenta Víctor. Se ha dedicado últimamente a buscar en remates las estampillas de la época en que fabricó los primeros libros y le gustaría comenzar a secar flores. De un estante saca una cajita de metal llena de hostias con las que también pretende hacer una nueva edición de La gran enciclopedia del mar (1999).
Víctor se levanta y baja hasta su oficina, tarda un par de minutos y vuelve con una ruma de libros de su autoría. No guarda ninguna copia de Tango Dos, pero de La gran enciclopedia del mar aún posee dos ejemplares, aunque sin los objetos. En su formato original deberían tener por dentro hostias, arena y anzuelos.
Carlos Henrickson menciona que ese libro es un paseo por un mundo interior, la búsqueda de una verdad poética que es constante en Víctor en cualquiera de sus formatos. Una obra perfecta, un 100 de 100. Cuando le comento esto a Rojas Farías responde:
–Si lo dice Henrickson, debe estar equivocado –y ríe.
Al proceso de escritura de La gran enciclopedia del mar le antecedieron seis meses de vinculación con el océano Pacífico. Víctor se dedicó a pasar el día arriba de los botes con los pescadores, hacerse amigo de los buzos y sumergirse bajo el mar para buscar animitas submarinas y ver la puesta de sol.
La relación de Víctor con el mar y su gente es muy particular. Nos cuenta que hace unos días los pescadores de la caleta El Membrillo se acercaron a pedirle ayuda para contactar a una tesista que hace cerca de diez años les solicitó material fotográfico y nunca lo devolvió. Rojas Farías se refiere a este suceso como la típica situación de «fondartistas y cazarrecompensas culturales» que sólo buscan sacar provecho de la ciudad, a los que en otras ocasiones ha tachado de «ganapanes que no la cortan nunca con Valparalata». Ver a sus amigos utilizados como objeto de estudio hace que le hierva la sangre.
Ernesto Guajardo, editor de RIL y quien se encargase hace veinte años de la edición del libro más popular de Víctor, Valparaíso. El mito y sus leyendas (2001), recalca el enojo del autor ante quienes utilizan la ciudad pero sin involucrarse con ella. Interpreta el malestar de Rojas Farías en cuanto «una cosificación de la ciudad sin el componente humano. Se escribe de un territorio sin personas, sobre estructuras, tranvías, ascensores, pero sin quienes las operan».
Marcelo Novoa explica que esta conexión especial de Víctor con ciertos espacios lo lleva a describir a sus amigos como «poetas de orilla, mientras que él es de mar o montaña». Henrickson diría que «es más montaña que mar y más playanchino que porteño», de esos que miran el puerto desde arriba, que en su soledad desaparecen por semanas. Todos sus amigos recalcan ese aislamiento, aunque Henrickson precisa que «no es un ermitaño. El ermitaño va a reflexionar; Víctor es misántropo».
Víctor Rojas Farías es montañista desde niño. Novoa menciona que esa parte de su vida es un misterio en el puerto, así como en el puerto es un misterio lo que hace al desaparecer en la altura.
Hace un par de años, como es costumbre, un 23 de diciembre Víctor Rojas Farías subió el cerro El Roble para pasar su cumpleaños en soledad. La experiencia no exime de peligros en la vertiginosidad de la altura y tras un paso en falso, Víctor cae. El dolor de las costillas rotas, sumado al frío cuando empieza a llegar la noche, lo tienen inmovilizado. El accidente coincide con la celebración del Niño Dios de las Palmas, cuya historia cuenta que la estatua del niño sale a recorrer la Quebrada de Alvarado esa noche para ahuyentar al diablo. Víctor escucha galopes, huasos y perros acercándose, toma su linterna encendida, la pone debajo de su mentón y con voz adolorida pide ayuda. Los perros son los primeros en huir, le siguen los caballos y los jinetes. Uno cae de su montura y tiritando, pregunta: «¿Humano o espíritu?»
–Humano, conchetumadre.
(*) Ilustraciones por Vladimir Morgado.
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