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Reportajes

En huerto nuestro que nos hizo extraño: Silvana y Teodora son laureadas

El premio Roberto Bolaño, que desde 2006 ha destacado la escritura de quienes, menores de veinticinco años, postulen en las categorías de poesía, cuento y novela, este año ha premiado a dos autoras de la región.

Por Diego Armijo

Un premio con olor a tubo de escape

Al revisar la lista de quienes han ganado el premio Roberto Bolaño, desde 2017 —la fecha más lejana que muestra la página del premio— hasta 2021, hace ruido que la gran mayoría habita en Santiago. Eso, a vuelo de pájaro, pues ubicar o sacar detalles de autoras y autores premiados se hace difícil, por lo que mi sentencia anterior —«la gran mayoría habita en Santiago»— puede no ser muy certera. Sólo en base al conocimiento de algunos nombres y parentelas me es posible afirmar que al menos los siguientes escritores metropolitanos han ganado el premio tanto como mención o primer lugar, entre una a tres ocasiones, durante este período: Cristián Leal (3), Pablo Apablaza (2), Nicolás Meneses (2), Simón López Trujillo (2), Alex Saldías (2), Catherina Campillay (1), Álvaro Gaete (1), Manuel Boher (1), Gabriela Alburquenque (1) y Diego Leiva (1). En el caso de la Región de Valparaíso, en los mismos años sólo figuran en 2020 las menciones honrosas de los viñamarinos Florencia Trabuco en cuento y Diego Armijo, quien escribe, en novela.

Entonces esta nota, que pretendía iniciar con datos y objetividad, se desvía a la experiencia. El año pasado me llamaron desde el Ministerio para informarme de que había obtenido una mención en este premio. Todavía vivía en Glorias Navales y salí al patio a compartir la noticia con familiares. Tuve una felicidad similar a cuando en 2019 Gladys González obtuvo el premio Pablo Neruda, el sentir que, aun escribiendo en mi casa, pegada a una quebrada rodeada de basurales y tomas, podía ganar una mención.

Pero lo anterior da lo mismo. Hoy apuntamos los focos para destacar a nuestras compañeras del equipo de Plataforma Crítica, Silvana González (primer lugar en poesía) y Teodora Inostroza (mención honrosa en novela), ambas exparticipantes del Laboratorio de Escritura Territorial conducido por Cristóbal Gaete en Balmaceda Arte Joven Valparaíso.

SILVANA GONZÁLEZ (1995)

Peñablanca es el territorio que vio crecer a Silvana González. El lugar donde desde muy pequeña aprendió a leer, al tener hermanas mayores que jugaban a enseñarle.

—Cuando chica me leía todo, me comía las revistas, los shampoos, la Biblia.

Luego apareció su primer acercamiento a los libros.

—Mi primera obsesión con la lectura, como a los ocho años, eran los Papelucho y Marcela Paz. Me leí varias de sus cosas, no solamente Papelucho, con los que tenía la obsesión de leerlos todos. Hasta el día de hoy siento que la escritura de Marcela Paz es superfresca.

—¿Cómo te acercaste a la escritura?

—La escritura partió, como toda cabra chica, con un diario íntimo. Después tuve una época en que me puse buena para escribir cartas. Se me hacía fácil comunicarme con los demás por ese medio.

Fue Vladimir Morgado, su pareja e ilustrador de esta página, quien la instó a tomarse más en serio la escritura y a participar de talleres con la idea de relajarse.

—Yo, en vez de relajarme, me lo empecé a tomar súper en serio. Al día de hoy no sólo estoy estresada con otras cosas, sino también con la escritura. Todo es culpa de Vladimir[risas].

Participó de un taller autogestionado de alguien de apellido Baradit; no ese Baradit. Participó en Concreto Azul en el taller que dictaban los poetas y colaboradores de esta página Rafael Cuevas y Gaspar Peñaloza, además de Jaime Pinos.

—A partir de ahí empecé a trabajar desde la poesía. Me empezó a interesar, leí un poco más. No soy una gran lectora de poesía, soy más teórica y de la prosa. Poesía he leído bastante poco, la verdad. En ese taller conocí a Vallejo y quedé muy atraída con ese manejo de imágenes y con esa sensibilidad.

En 2019 participó de tres talleres: el de La Sebastiana y el Laboratorio de Escritura Territorial (LET), luego el Taller de Investigación Poética (TIP) en Concreto Azul. Viene del mundo de las artes, por eso, explica, su constante búsqueda del siempre hacer. Hoy, por ejemplo, está cursando el diplomado de Escritura Creativa de la PUCV.

—¿Qué aprendiste en el TIP?

Full técnica, corte de verso. Nos juntábamos y había un tornillo que íbamos apretando, apretando, hasta que no daba más. En el fondo era extirpar autores, ir observando sus materiales, aprendiendo terminología. Un montón de técnicas apoyadas en mucha referencia y también leer a otros poetas que están en la misma que tú.

Sobre ese espacio, González desliza una crítica: —Me parecía que el espacio era sucio. Me parecía que era un cliché que estuviera sucio. Yo dos veces me puse a barrer y a poner la mesa. Tiene que haber una dignidad en el espacio. Estaban los medios para limpiar: había pala y escoba.

—¿Y en el LET?

—Llegué al LET y la cosa era superseria. Tenía la misma exigencia que un ramo de la U. El LET era el espacio más horizontal; Gaete es más cercano y creo que el más dialogante de todos estos espacios. Es el que más escuchaba.

—¿Qué te dio el LET?

—Me dio amigos que yo creo que voy a tener muchos años más, si no pa toda la vida. Grandes amigas, compañeras y colegas. Amigas con las cuales puedo cagarme de la risa, ir a comprarme ropa y a la vez debatir sobre literatura. Nos compartimos información como para mantenernos en este mundillo, hay que armar lazos.

Las amigas a las que se refiere son Tabata Yáñez y Francisca Kika González, parte del equipo de Plataforma Crítica como redactora y fotógrafa, respectivamente. 

—El LET me entregó seriedad. Dejé de pensar que la escritura era un medio para desahogarme, lamentablemente, porque igual es bueno desahogarse, pero ya nunca más lo pude hacer. Para mí fue bueno porque me alivió y me mostró otro camino. Me hizo decir: Ya, a lo mejor esto es lo mío. Me enseñó a tomarme las cosas muy en serio. Me enseñó el profesionalismo. Fue la primera vez que entendí lo que era editar un texto, recortar, entender un texto dentro de un contexto y entender que no estás escribiendo de la nada, como una iluminada. Tomar conciencia de la escritura, de la posición que una tiene al escribir.

—¿Qué significa para ti ganarte el primer lugar en el premio Roberto Bolaño?

—Significó, en un momento, una respuesta divina. También me ayudó a reafirmar mi seguridad un poco en lo que escribía. Que tengan una buena recepción me ayuda a aliviarme porque yo pensaba que nunca me entendían. Siempre me he sentido un poco incomprendida en la poesía.

—¿De qué va tu proyecto?

—El proyecto se llama Humedad y surge en base a una experimentación previa con la poesía. No es el primer conjunto que realizo. He pasado por hartas versiones de poesía, primero en un tono más íntimo, luego una época más abstracta y ahora al final he podido conjugar ambas. El proyecto habla sobre la falta de agua en un patio —el patio es el escenario y el protagonista de este conjunto— y del abandono humano de un espacio. Hay un poema donde aparece mi biografía, pero en general son los elementos de ese patio.

—¿Piensas publicar?

—Mi idea es poder juntar este conjunto de poemas que he trabajado hace tiempo, que se han ido ordenando solitos, para publicarlo y que mi primer libro sea de poemas.

TEODORA INOSTROZA (1997)

Creció en Conchalí. Su casa estaba a dos de la de Zalo Reyes. De padres músicos, ella ha decidido escribir. Hace unos años se cambió a vivir a Valparaíso. En Santiago, mientras participaba en el taller de Gonzalo Asalazar, era trabajadora sexual; aquí en Valparaíso también. Su movilización en tanto su trabajo fue su primera visión de territorio.

—En Santiago me publicaba en foros de internet y me llamaban y atendía a hueones con mucha plata. Cuando llegué aquí a Valpo a la olla común de trabajadoras sexuales, me di cuenta de que la situación era muy distinta, que las cabras cobraban menos de la mitad de lo que yo cobraba en Santiago. Aquí todo es mucho más barato. 

—¿Cuál fue tu primer acercamiento a la escritura?

—He tenido diarios toda mi vida. Escribo muchas cartas. Mi acercamiento a la escritura cuando era chica fue porque mi mamá tiene la costumbre de escribir cartas. Siempre dice que cuando tú quieres decirle lo que sentí a alguien, ya sea que estí enojado, triste o feliz o enamorado, una carta te permite no entramparte con el lenguaje. En la carta tú podí pensar bien lo que querí decir y la otra persona no te va a interrumpir. Entonces pasaba que cuando mi mamá peleaba con mi papá, se escribían cartas, o cuando yo peleaba con mi hermana me obligaba a escribirle cartas. Yo tomé esa costumbre de escribir cartas a mis amigos, a mis parejas.

Su primer taller fue con Asalazar. Aunque escribía desde pequeña, desistió y sólo volvió a intentarlo en 2019 al ingresar en un taller de BAJ Santiago. Luego el autor de El deseo invisible (Cuarto propio, 2017) la becaría en su taller más personal. Teodora nos comparte su experiencia allí:

—Me pasaba que al principio mi estructura era superlineal y el Gonzalo me fue enseñando a cambiar esa estructura. Pienso que mi escritura igual es superconcisa, soy bien textual para escribir. A veces me gustaría atreverme más, pero me pasa que le tengo caleta de miedo a los adjetivos. A veces he intentado escribir cosas más barrocas y no puedo, me cuesta.

—¿Qué aprendiste en el taller de Asalazar?

—Aprendí mucho. El Gonzalo fue mi primer maestro, que además también, así como el Cristóbal [Gaete] confió mucho en mí y me ayudó post taller, el Gonzalo hizo lo mismo conmigo. Al final nos hicimos amigos y siento que todas las cosas que me enseñó son precisamente por las que el Cristóbal me felicitaba en el taller.

Por recomendación de Asalazar y ya que estaba viviendo en Valparaíso, postuló al LET.

—Cuando entré al LET me creí cuentista. El Cristóbal nos hizo escribir una crónica y yo estaba muy asustada, porque dije: Ni cagando voy a poder escribir una crónica, no sé escribir crónica. Escribí la «Olla sexual» y el Cristóbal me dijo que le había encantado, a mis compañeros igual, y me dijo: «Tú eres cronista».

Con Gaete también se dio cuenta de que ella escribía un texto y sentía que su primera versión era la definitiva. Fue el tallerista quien la instó a seguir trabajando.

—Me dijo que estaba acostumbrada a que las cosas me salgan a la primera y que todo el mundo me aplauda.

—¿Qué te pasa a ti con la crítica?

—Siempre tomo los consejos que me dan mis profes. Soy supermatea en ese aspecto porque, además, confío caleta en el criterio de ellos dos. De hecho, antes de tomar el taller con el Gonzalo investigué para ver si teníamos cosas en común. Creo que es superimportante, cuando tení un maestro, coincidir en su forma de ver la vida, porque de lo contrario no vai a aprender nada. Lo mismo me pasó con el Cristóbal. Antes de postular, igual investigué al Cristóbal. Vi entrevistas donde decía qué era lo que le gustaba leer. Quería saber si éramos compatibles.

—¿Qué aprendiste en LET?

—Aprendí a hacerme un hábito de la escritura.

Al llegar a Valparaíso, la ciudad estaba cerrada por pandemia. El aprendizaje sobre territorio en el LET se le hizo confuso.

—No sabía desde dónde abarcar el territorio. A medida que fui escribiendo, me fui dando cuenta de que el territorio del que yo escribo es el cuerpo. Es un territorio que se mueve. Siento que encontré una mezcla entre hablar del territorio como el suelo, pero mayoritariamente son las corporalidades de mi trabajo, que es el trabajo sexual o de mis compañeras, que también se dedican a lo mismo.

—¿Cuáles son los temas de tu escritura?

—Toda mi escritura tiene que ver con el trabajo sexual.

La novela con la cual obtuvo una mención en el premio Roberto Bolaño se titula Faramalla, proyecto por el cual también obtuvo la beca de creación del Fondo del Libro. El nombre lo explica googliando su significado. El resultado que nos comparte es que es una palabra de uso coloquial chileno para hablar de una situación exagerada.

—Pienso que las trabajadoras sexuales somos una faramalla, en el sentido de que vendemos una experiencia que es ficticia. Por ejemplo, tengo un texto de cuando un cliente se enamora de nosotros: ellos creen que se enamoran, pero en verdad no nos conocen.

Su mayor referente al momento de escribir Faramalla fue Las malas (Tusquets, 2019), de Camila Sosa Villada.

—Cuando leí Las malas, dije: Yo quiero ser la Camila Sosa.

Ese libro le sirvió para darse cuenta de que las crónicas que escribía sobre el trabajo sexual podían reunirse en forma de novela sólo si encontraba una historia que las atravesara a todas. La encontró.

—El año pasado mataron a un amigo mío. Esa es la historia que atraviesa las crónicas, antes de la muerte de mi amigo, cuando desaparece. Igual fue un proceso superdoloroso para mí escribirlo.

Sobre el proceso de escritura, nos comparte su experiencia:

—Me pasó algo superloco escribiendo esto. Cristóbal me pedía que escribiera diez páginas semanales, porque quedaba poco tiempo para mandar la novela al Bolaño. Entonces, me pasó que nunca había escrito tanto. Llegué a estados de la escritura a los que no había llegado antes. Incluso me pasó que me metí tanto en mi escritura que me costó sociabilizar caleta en ese tiempo. Había días en que yo lloraba escribiendo. Fue superintenso.

—¿Cómo manejas lo autobiográfico?

—Yo lo ficciono todo. No tengo distancia con mi texto. Soy superintensa y si alguien me critica, yo le hago cariño con un serrucho en el cuello. Además, este texto es superyo. Las personas que más me inspiran son mis amigos, que ya son mi familia. Dentro de la ley del trabajo sexual existen familias; yo tengo una madre, puta, que me adoptó y tengo hermanos que son hijos de ella. No podría distanciarme del texto, porque sería como distanciarme de mis amigos.

—¿Cómo te sientes al haber obtenido esa mención en el premio?

—Me siento bien, quiero la plata. No pensé que iba a suceder, la verdad, porque calculaba cuánta gente concursa y dije: No sé si gane yo. Siento que estoy cumpliendo el sueño que tenía cuando chica.

(*) Fotografías de Kika Francisca González.

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