Desde Lautaro y tras su paso santiaguino, el poeta Jorge Teillier terminó sus días en La Ligua y descansa en la tierra del Cementerio Parroquial.
Por Diego Armijo
Luis Marín y Carlos Valverde, en su libro Nostalgia del futuro. Biografía de Jorge Teillier (Del Aire 2015; Trihue, 2020), dan luces de este destino. Antes del golpe cívico-militar de 1973, el poeta, además de tener prestigio literario, escribía en revistas y terminó dirigiendo el Boletín de la Universidad de Chile. Todo eso quedó trunco. En el Boletín dejan de pagarle y un día decide no ir más. Gran parte de su familia parte al exilio, quedando en Chile, solo, con su hermano Iván. El alcoholismo, que era parte de su vida, ya sin perspectivas de trabajo, lo hace sucumbir.
Saliendo de su primera internación, conoce a Cristina Wenke, una especie de ángel de la guardia del poeta, comentan los autores. Comienzan una relación que seguirá hasta la muerte de Teillier en 1996. Wenke, heredera del fundo Molino del Ingenio, ubicado entre Cabildo y La Ligua, hace habitar al poeta de los versos «Veré nuevos rostros/ Veré nuevos días» en el valle del Aconcagua.
En la biblioteca de la localidad, ubicada a un costado del terminal de buses y que comparte edificio con un instituto técnico, alguien ha marcado los poemas del libro Los dominios perdidos (FCE, 1992). De la sección XVII del poema «Crónica del forastero» destacan los siguientes versos:
«Eres el peso profundo y secreto/ de los granos de trigo/ en la balanza de mi mano».
Junto a la marca, un nombre: Bárbara. Cuántas veces se habrán leído estos versos –y muchos otros de Teillier– para amar.
Desde el terminal de buses de La Ligua, para llegar al Cementerio Parroquial, se debe subir por una calle que se empina hacia un cerro. Al llegar al pequeño camposanto de la localidad, llama la atención la malla de fierros delgados que hace de reja, similar a la de un consultorio de población. En la entrada hay trabajos para levantar nuevos nichos. A un par de cuadras ya se puede escuchar el cincel que esculpe los poros del concreto.
El cementerio es un largo pasillo cruzado por callejones a ambos costados, cuya presencia se asemeja a esos pequeños pueblos que los buses que llegan aquí, rodean o pasan de largo. Fuera, un hombre de chaqueta roja, bajo el ex hotel Chile, grita: «¡Papudo, Zapallar, Cachagua!»
Sentado frente a un hombre melancólico, que ha olvidado el lugar en donde está sepultado un familiar y pide ayuda, el administrador detiene su diligencia y frente a la pregunta conduce a los visitantes. Su mano direcciona: «Hacia el fondo del pasillo, donde se ven unas placas entre la tierra y las plantas.»
Allí, en la última pared, una lápida cubierta por ramas florecidas.
JORGE TEILLIER
poeta
Y sus versos:
«Había que arreglar la tumba familiar./ Restos de pequeños huesos chocaban con la pala./ Se sabe, sin embargo, que la vida es eterna.»
El espacio que ocupa en la tierra es amplio. Un jardín rectangular con una piedra roja en medio. La pared sostiene la lápida y sobre ella, una esfinge de faraón. Adornan los bordes placas de homenaje. En fotos se puede observar una banca de madera a un costado, objeto que ya no está. Recuerdo entonces otros versos:
«Cuando las amadas palabras cotidianas/ pierden su sentido.»
Continúan los trabajos en la entrada. El hombre no ha encontrado el nicho de su familiar. Un obrero conduce una carretilla con mezcla que gotea por la inclinación.
A unas cuadras de distancia, la tranquilidad de la provincia. Calles recorridas por trabajadores en su horario de almuerzo. Alguno entra en El Parrón. Aquel restaurant, oficina de Teillier en el valle, se amplía en sectores y un patio junto a la casa del dueño del local, Roberto Fernández. Mientras sostiene una fuente con lasaña que humea, recorre el local y a quien pregunte, si no está muy ocupado, le cuenta que Teillier era uno más en las mesas. Uno más en La Ligua. En la pared de recortes de prensa, fotos y poemas que lo homenajean, frente a la barra, escribe:
«Sabes que hay mundos más reales que el mundo donde vives:
cualquier calle puede ser una calle del Far West.»
Ilustración de Vladimir Morgado.
Fotografía de Diego Armijo.
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