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Reseñas

Un canto que aguarda

Espinal Solano, Manuela. Quisiera que oyeran la canción que escucho cuando escribo esto. Kindberg: Valparaíso, 2020. 74 páginas.

Por Silvana González

Manuela Espinal Solano, autora colombiana, tenía escasos dieciocho años cuando participó en un concurso de novela juvenil que no obtuvo mérito, pero fue el pie para iniciar su descubrimiento y posterior publicación. Quisiera que oyeran la canción que escucho cuando escribo esto fue publicado por primera vez en 2016 por el sello Angosta (Colombia), luego en Barrett (España); La Travesía Editora (Perú), y en Kindberg, financiado por los Fondos de Cultura, convocatoria 2020, región de Valparaíso.

Trazar una línea que defina dónde parte o termina la experiencia propia en esta novela resulta complejo; la autobiografía de la escritora es el escenario sobre el cual se recoge. Proveniente de una familia de músicos en donde el cotidiano es el que acompaña a los ensayos y no al revés, una tradición dedicada a la búsqueda del reconocimiento fantasmea también a su protagonista, que se encuentra hastiada de la mayor aspiración de la familia.

Contemplándola desde una asimilación en retrospectiva, se explora principalmente una niñez que se remite a lugares errantes, a veces traumáticos.  En uno de los intentos de la madre por ir detrás de una oportunidad, se traslada junto a sus dos hijas hasta Bogotá, bajo la promesa de un trabajo a contrata como cantante en un restaurant. Ambas hijas, en sus distintas edades, parecen observar desde lejos las decisiones de su madre, y se mueven como acompañantes de un mundo foráneo.

Aquí, un fragmento es dedicado totalmente a la descripción de la casa en donde llegarán a vivir. Su narración se encarga de presentar el espacio, moviéndose a través de él sin apreciaciones que deformen el lugar. Los objetos, en ausencia de los personajes, van denunciando silenciosamente la forma. Una vez dentro de esta intimidad, la madre es develada paulatinamente, abriéndose ventanillas por donde mirar las imágenes con sus gestos y movimientos. En el sentido del lenguaje está la intención de fragmentar bloques, como actos iluminados de focos dispuestos por la misma autora. Bajo ellos la madre se exhibe cantando, ensayando, fallando y afligiéndose.

Este modo de cortar las escenas se reproduce en flashazos que escrutan los escenarios y también los papeles que interpreta cada personaje. Hay momentos de alegría, belleza, inseguridad, drama; y la autora los representa por medio de acciones concretas. Sin olvidar las clases de actuación de la protagonista, —que toma para tener algo que hacer en la ciudad— esta visualización y forma de segmentar los hechos para exponerlos, tiene esa cuota ineludible de acto y espectador.

La sonoridad está presente en las descripciones, mediante comas que van acelerando cada frase hacia el final. Un ritmo no formal maneja las palabras que en un comienzo se muestran cadenciosas, para ir reformando su tono conforme se van complejizando las sensaciones de contrariedad respecto a lo que ella misma ha puesto en escena. La protagonista no desea cantar. Respecto a esto, la abuela es un personaje que aparece pocas veces, pero es interesante unirlas para  poder significarla. En ella hay una fuerte responsabilidad. Tiene un mandato consigo misma y con algo superior, una culpa que logra manipular también en el resto.

“— Todos cantábamos. A todos les gustaba la música. De hecho, yo fui la única que no aprendió a tocar ningún instrumento. Me dijo como si se acordara de una deuda que tiene con la música que, a pesar de todo, no ha podido pagar”

Cuando su nieta es pequeña, la graba, al descubrirla cantando a escondidas. El registro que produce logra estancar un recuerdo, porque entonces el canto, que trasciende, es lo único perdurable. Y esta necesidad urgente de perdurar es explicada por la protagonista por medio de dos momentos esenciales. El primero, cuando entiende el talento, al finalmente poder ver la performance de la madre fuera de casa. Lo puede definir como eso que se intenta perseguir en cada presentación, algo que se traslada desde el cuerpo hacia afuera.

“Es eso que va más allá de la correcta ejecución de una técnica”

Mientras la fama, el otro deseo impuesto, lo traduce como el miedo a ser olvidado; que se apaguen las luces y se vayan los espectadores sin haber quedado en la retina de ninguno, permitiendo la autoridad de ese mismo público de ser cómplices del paso del tiempo. El temor a pertenecer como ellos es lo que enciende las ganas de sacar el talento de cualquier modo. Ante esto, tanto la protagonista como la autora piensan: “canto en lo íntimo, llevo una voz que me guardo”. Concuerdan en que la sola muestra de esta pieza familiar, basta para lograr algo auténtico, el conllevar la carga de la tradición desde otro medio. Sin embargo como apunta Ortega y Gasset “el escritor, para condensar su esfuerzo, necesita de un público”, y es aunque la protagonista haya buscado las letras para refugiarse de su niñez, del canto, su talento y el salir a escena, de alguna forma, siguen estando de por medio.

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