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Crónicas

Mirar adentro desde afuera

Nuestra crítica literaria ha hecho parte de su formación en los talleres que se dan en la ciudad, aquí deja su estampa de ellos.

Por Silvana González

Dentro de un cuadro en la pared, unas uñas largas sujetan un cigarro corto. Un ojo más blanco que el otro; plácido, afirma la mirada en lo que puede ser un paisaje de campo que se intuye por algunas ramas. Gonzalo Millán reposa frente a Gonzalo Rojas, dispuesto en una complicada composición fotográfica que plasma a un Sergio Muñoz más joven del que está frente a nosotros. Tienen el mismo rostro simpático. Los tres personajes cercan una mesa redonda junto a torres de fotocopias, cascos de trabajo, una pala. Sentados alrededor de ella observamos como Chary recita un poema que será determinante. Cuatro ojos miran hacia arriba, Millán en su fotografía sonríe. 

Estamos bajo el techo de Pablo, carismático anfitrión Neruda, que cada viernes se hace presente invitando generosas dosis de brebajes, y en alguna ocasión incluso algo para comer. Se invoca solo y se sienta a escuchar. A veces tratamos de olvidar su presencia, pero se hace difícil viendo una pintura suya notablemente más pequeña, pero visible al lado de las fotografías de la pared. Su casa tiene ventanas negras por donde nos observa, cada vez que nos movemos en el patio; no hay donde esconderse. El fantasma se intensifica sobre todo cuando en medio de alguna sesión sale como vulgar chisme el recuerdo; la imagen desprendida de su autobiografía que salió por ahí y daba cuentas de una situación tomada como práctica normal. Las pocas que estamos sabemos de la violación, y cada vez que nos miramos a los ojos compartimos en ese segundo hirviente la rabia. No guardamos silencio. Surge el dilema de querer igualmente estar bajo un tipo de custodia. Callada, sugestionada, hago el mea culpa. Hay también una fotografía, medio escondida detrás de un computador del 2000; se muestra un último encuentro de poesía de la SECH; donde tímidamente aparece un racimo de mujeres. Parecen querer decir algo también. Entre ellas están Elvira Hernández y Soledad Fariña. Elvira no mira hacia la cámara.

En La Sebastiana fui amputando mis propios escritos. Traspasar ideas efímeras a una estructura que las arme y logren tener un sentido se hace desde la práctica. Reordenamientos. La manufactura, recortando. Tal como se resetea un computador, entrando en la data base y moviendo las piezas para que una imagen se encienda en la pantalla exterior. Aunque esto implique a veces la total demolición. El “Homo faber” no piensa cuando ya ha terminado. Piensa durante, antes de que sea irreversible. Siente el hacer antes del hacer; y no se puede enseñar a hacer, dice Bellatin. Leer y escuchar abren un espacio por donde nacen nuevos torrentes de palabras menciona también. Desde un casete grabado por Sergio Muñoz, escuché por primera vez las voces de Mistral y Calderón, únicas entre los demás poetas. Entendí el abismo entre las pausas del papel y la respiración. Recorté mis versos esta vez recordando como se oirían las palabras, conté sílabas. No se debería leer sin escuchar.

Escuchamos a Chary Gumeta. Nos visitó desde México. Abrió su caja frente a todos. Chary convivía con la frontera. De voz quebrada; sus pómulos duros retenían los granos del desierto. En la caja llevaba poemas con las mujeres que allí visitaba, para salvarlas. Sin poder jamás salvarlas. Una de rostro quemado, vendía pollos en un quiosco. Otra de edad avanzada les daba la oportunidad que en su infancia fue negada. Sin un brazo una adolescente recibía el dinero de los pollos. Prostíbulos de niñas raptadas, gente agarrándose de un tren y cayendo como hebras de lana sobre la tierra. “Madre, ¿uste piensa que me gusta esto? / no, mamaíta, hui de Chalatenango/ porque los maras querían matarme”. Todos los ojos incluyendo los de las paredes se fijaron en Gumeta. Leyó sus poemas, con dignidad en vez de pena. La escritura no sirve para nada, pero crea el clima del cuestionamiento. De algo servía estar ahí sentada recortando palabras.

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Ninguno de los siete monitores de los talleres a los que he asistido es mujer. Tres de ellos se reúnen en el Taller de Investigación Poética (TIP) de la librería Concreto Azul. La tensión entre las palabras, secuencias de espacios dentro de una página. Corte de verso. Se transformaron en una conversación cabeceada entre gente que ejercita en silencio. Casi como haciendo gimnasia, nadie habla. No hay fotografías en las murallas blancas. Masticamos textos. A veces los textos hablan sobre el hombre y luego se relacionan con el quehacer poético. Uno incluso habla de las esferas a las que puede acceder la mujer. El fin justifica los medios. A veces hay desorden; he barrido dos veces y ordenado las mesas.  Pero a nadie más le importa. Cada vez que hablamos se fractura el tiempo. Me demoro más de cinco segundos en hablar, y cuando hablan mis compañeras se me aprieta el pecho. Ninguna busca acallar a nadie.

Derrumbados los esquemas encuentro un piso en donde edificar tímidamente cada verso. La inseguridad de todos, la seguridad de alguno. Millán no escribió La ciudad mirándose los dedos. Millán es blanco sobre blanco en las paredes. El cuadrado de Malévich nos enmarca en nuestra mesa rectangular, las paredes erosionan nuestros textos.

Giramos un tornillo hasta quedar tan apretados que no hay espacio para despedirse.

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A veces se deja el tornillo sin terminar de girar para que al siguiente día haya un impulso o un sentido. En la escritura también hay algo suelto que busca el sentido, y a veces sus pasos están registrados en un espacio común. En una ventana, por ejemplo, existe el origen y el final al mismo tiempo, basta mirar hacia afuera. Hay gente que encuentra así las letras, de manera accidental. Luego es necesario tener un proceso de pulido, compararse para salir de la cáscara de la autocomplacencia.  Lo intuitivo requiere conocer no sólo EL lenguaje, si no las palabras, viéndolas como un campo en donde se truecan continuamente sentido y formato. Una búsqueda exhaustiva del orden escritural, incontables veces se debe desconfiar de uno mismo.

En medio de gente buscando entender sus escritos encontré el Laboratorio de Escritura Territorial (LET), por accidente. Los versos se extendieron en prosa. Se territorializaron. Valparaíso acorrala entre angostos pasajes diversas configuraciones de talleres. Desde lo autogestionado hasta lo tradicional. Pocos se hacen cargo del espacio mismo. No se puede mirar hacia dentro sin mirar primero hacia afuera.

En este caso la misma ciudad dicta esos ordenamientos escriturales. Merino, por ejemplo, ama la imperfección de su ciudad. Conocí la perfección de la mía a través de quienes la habían escrito anteriormente. Mary Graham fue una de las precursoras, que si bien existieron varias dentro del laboratorio no fueron mayoría. Tal vez por quedar atrapadas en los límites de una fotografía, o por no pertenecer a ningún círculo social conocido. En su diario escrito en Chile hay una gruesa introducción a la historia del país y un acercamiento al Valparaíso paradigmático. Conocer el pasado entrega un punto de partida para buscar algo dentro del presente. La misma Graham no inicia su visión sin antes abordar de que materiales está hecho el lugar en qué se desplaza. Puede ser un taller el lugar en donde se abra una senda, una oportunidad por ejemplo de conocer en presencia alguna vez a una de las mujeres en las fotografías ocultas de las paredes. Elvira Hernández dijo, “Nada es el lugar en donde empaparse de algo”, pero por algo debe empezarse.

* Imagen de cuaderno de la autora