Una impresión personal sobre los edificios de la cultura vacíos y la autogestión en tiempos de Zoom.
Por Pablo Jara
Volvemos a vivir en estado de excepción. Las calles a las diez de la noche están desiertas por el toque de queda. Da lo mismo el día de la semana. Patrullas circulan de forma intermitente. La economía, eso sí, debe funcionar; reunirse de forma improductiva (que vendría a ser lo que ocurre después de las diez de la noche) está vetado, prohibido. Durante el día los supermercados siguen funcionando, los bancos, las bencineras, los almacenes, los locales de comida rápida, algunos restoranes con delivery, incluso algún mall. Las bibliotecas no abren, tampoco los cines, ni las salas de conciertos o de teatro, algunas librerías sí. Se clausura hasta nuevo aviso la cultura. No hay ganancia mercantil.
Hemos tenido un par de reuniones virtuales de la revista Kontranatura con la aplicación de moda. El diagnóstico: las convocatorias literarias abiertas en estos momentos versan sobre la pandemia. Palabra catastrófica, como de fin del mundo, pero que está en todas partes. También de sus consecuencias: el encierro. Decidimos no entrar en esos terrenos. Nuestra apuesta es el formato físico. En ello hay contacto. De mano en mano circulan las revistas. ¿Dónde está en realidad el virus? Tras la pantalla nos podemos mirar a la cara. Aunque en verdad lo que miramos es una cámara que no deja de grabar.
Pandemia: voz que procede de una palabra griega. Compuesta por dos partes: pan, que es totalidad, y dēm que significa pueblo. La pandemia no discrimina entre clases sociales, religión, género, no al menos a la hora del contagio. Sí tras él.
De pronto la pantalla se hizo más visible. Invadió espacios que antes no le pertenecían. El espejo negro nos devuelve la mirada. Las aplicaciones se multiplican, entran en nuestro lenguaje cotidiano. Ya las hemos incorporado. Estamos adentro de ellas y ellas adentro de nosotros. Distanciamiento social. En un artículo Paul Preciado afirma lo siguiente: «Los gobiernos llaman al encierro y al teletrabajo. Nosotros sabemos que llaman a la descolectivización y al telecontrol».
El encierro forzado no impide la reunión cibernética. El encierro no es parejo. Aquí hay gato encerrado, como el de Schrödinger. Vivos y muertos a la vez.
Nos han llegado colaboraciones espontaneas al mail de la revista. En uno la persona habla de tiempos enfermos. Manda unos collages: varias monedas de un peso, unos clavos torcidos, una foto en blanco y negro de Violeta Parra apoyada en el hombro de su hermano Roberto, un soldadito de plástico color rojo. ¿Qué hay en el reverso de los tiempos enfermos?
Pasamos a tramar convocatorias sentados en la escalera del Reina Victoria, o en mi casa, o afuera de la librería Concreto Azul, a intentar que nuestras palabras se codifiquen en el micrófono del computador. A veces se producen esos silencios propios de las videollamadas, donde nadie sabe a quién se está interpelando, como si las afirmaciones o preguntas quedaran rebotando en el ciberespacio y nadie es capaz de atajarlas. Aun así, la complicidad no se pierde. A lo más se difumina, pero intentamos mirarnos a los ojos.
Los días avanzan sin parar. Parece obvio, pero la inmovilidad está presente. Bajo al plan a comprar algo de comida. Paso por afuera de la biblioteca Severín, y pegado en la puerta un cartel anuncia que estará cerrada hasta nuevo aviso. Desde la primera quincena de marzo que se encuentra así. Las ventanas tapiadas con latas de metal brillante le dan un aspecto abandonado. Los rayados en su fachada blanca han sido borrados y han aparecido otros nuevos.
Hago fila en el banco. Casi todos con mascarillas. El sector financiero de la ciudad se mantiene activo. Las micros circulan con regularidad y tras los vidrios todos los ocupantes van también con mascarillas. Una señora que está justo delante de mí comenta por teléfono que los días pasan lentos, pero que su familia está bien y agradece a dios por eso. Su cara redonda y sus ojos diminutos miran hacia el principio de la fila. Hay al menos veinte personas, sin la distancia recomendada. A nadie parece importarle demasiado. Todos miran sus teléfonos.
Ahora también hay talleres literarios virtuales. Veo en internet uno de poesía que promociona la librería Que Leo de Viña del Mar. Me queda dando vueltas la palabra “virtual”. Va adquiriendo cuerpo y presencia. Su oposición a lo “real” parece cada vez más lejana. Me acuerdo de un libro de Philip K. Dick, donde hay altas dosis de alucinógenos y cuerpos conectados a una red cibernética, y va creciendo la sospecha a lo largo del libro de que en verdad no están vivos, sino que todo es parte de la muerte, o más bien de un intervalo entre la vida y la muerte.
Me bajo de la O en Ferrari, rumbo a mi casa. Camino y miro La Sebastiana, cerrada desde hace varias semanas. El taller de poesía que se hace cada año está de momento suspendido. Me asomo entre las rejas, y un par de gatos tirados en el pasto miran a unas palomas posadas en las barandas. Quizá también se convierta en un taller virtual.
Paso por afuera de la librería Concreto Azul, cerrada de forma anticipada. La última vez que entré estaba ya a medio desvalijar. Aquella vez estuvimos conversando un pequeño grupo de cinco personas. Alguien comentó que esto se venía para largo. Un amigo iba a presentar su libro ahí, pero quedó truncado el lanzamiento hasta nuevo aviso. Después cambiamos el tema y nos enfrascamos en una discusión que no recuerdo. Salimos de noche, y nos despedimos como si nos fuéramos a ver en poco tiempo.
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