A partir de la desaparición de la librería, el autor evoca su experiencia.
I
El proyecto de librería Concreto Azul parte con Jaime Pinos. Había una referencia en mente: la librería City Ligths de San Francisco, fundada a principios de los años cincuenta por el poeta Lawrence Ferlinghettiy que todavía, setenta años después, se mantiene viva. En torno al espacio ubicado en la costa oeste se reunieron los beatniks. Era más que una librería: una guarida, un lugar de encuentro. En el sótano se montó una editorial con el mismo nombre. Publicaron Aullido, de Ginsberg. Cruzando el puente Golde Gate se encuentra la ciudad de Sausalito, ciudad hermana de Viña del Mar. De la bahía de San Francisco a la bahía de Valparaíso, ambas de cara al Pacífico. Una hermandad porteña.
II
En el subsuelo de Concreto Azul dieron vida una revista, con el mismo nombre de la librería (y el libro de Moltedo). Se reunían semanalmente.En formato virtual, se enfocaron en la tarea de ir armando archivos en torno, principalmente, a la poesía. Una labor arqueológica, un trabajo de campo, un espacio de investigación. Hay uno dedicado a Enrique Lihn, a Guadalupe Santa Cruz, a Millán, a la escuela de San Francisco, al movimiento Hora Zero. La revista la conformaban poetas, muchos de los cuales habían pasado por el primer Taller de Investigación Poética que tuvo lugar en la librería, a cargo Jaime Pinos, Rafael Cuevas y Gaspar Peñaloza. A veces la discusión se bifurcaba de la poesía para arribar a la política. A veces las discusiones eran álgidas, pero quedaban enterradas entre las cuatro paredes del subterráneo.
III
Todavía recuerdo la primera vez que entré. Fue una lectura en el sótano. Para ello había que bajar una escalera sin barandas, tras lo cual uno desembocaba en un cuarto más o menos oscuro. Al fondo, una tarima iluminada por unas luces tenues. Por un momento me vi en los bares del barrio Puerto donde se realizaban tocatas; muchos de los cuales han ido desapareciendo, como la Aduana o La Cantera, donde también había que descender por escaleras escondidas. Antros llenos de humo de cigarro y suelo pegajoso por la cerveza derramada. Aquella vez una poeta comentó, parada sobre el escenario, con un fajo de hojas en una mano y el micrófono en otra, que su sueño era ser vocalista de un grupo punk, y que quizá ese momento sería lo más cercano que iba a estar de conseguirlo. Imaginé a la poeta con una banda detrás, gritando, y todos los asistentes saltando y haciendo girar latas de cerveza en remolino. La poesía a veces está cargada de cierta solemnidad, o al menos la poesía que circula por instituciones añejas. El sótano de la librería transmite otra atmósfera. Y es que los sótanos tienen un aura conspirativa, como de complot, y muchas veces uno tenía la sensación de estar descendiendo no una lectura o concierto, sino más bien a un encuentro clandestino.
IV
Entre los lomos apretujados en las estanterías, uno podía encontrar verdaderas joyitas de la literatura, tanto chilena como extranjera. Viejos libros convivían con ediciones artesanales, publicaciones independientes y algunas editoriales más grandes. Varias primeras ediciones a precios de colección. También había espacio para revistas de poesía, lanzadas a pulso y con una circulación ínfima, pero que allí estaban a la vista. Hartos libros de escritores porteños. Creo que nunca vi un best-seller en la mesa de novedades. Sí ediciones cartoneras, autoediciones, libros de fotografía, de filosofía y teoría literaria. Nicolás Muñoz, librero y socio, con música saliendo de los parlantes, conversa con los que se incursionan en la librería. Sus palabras salen disparadas a gran velocidad, entre dientes, tanto que aveces hay que descifrarlas.
V
Por el sótano han pasado poetas y narradores de todas las edades. Sobretodo, poetas. Recuerdo algunos nombres: Verónica Zondek, Tulio Mora, Natalia Rojas, Mario Montalbetti, Juan Carreño, Isidora Vicencio, Carlos Henrickson, Pepe Cuevas, Elvira Hernández, Eric Schierloh, Priscilla Cajales, Fernanda Meza, Matías Ávalos, Vicente Rivera, Sergio Guerra, Cristián Foerster, Emilia Pequeño, Tatiana Mayerovich, Andrés Urzúa, Patricio Contreras, Rodrigo Rojas, Lorena Isuani, María José Navia, Daniel Hidalgo, Cristóbal Gaete, Nicolás Meneses, Luisa Aedo, Juan Yolín, Alicia Genovese, Alejandra González, Gladys González, Sergio Muñoz, Miguel Masías, Roger Santiváñez. La lista es larga y la memoria frágil.
VI
Siempre había gente circulando por el espacio. Uno podía llegar a cualquier hora del día, y la conversación se iba desplegando de forma natural. En torno a ella se agruparon personas y proyectos de diferentes vertientes. Se compartieron experiencias que quizá de otra forma no podrían haber confluido. Arrimados en la vereda, entre latas de cerveza, entrando y saliendo, hasta que la cortina metálica se bajaba.
VII
Los rumores de que cerraba comenzaron a circular en diciembre. Al principio eran solo eso. Las ventas se habían desplomado y se hizo difícil organizar eventos. Tras el dieciocho de octubre la librería a ratos se convirtió en refugio de manifestantes frente a la lluvia de lacrimógenas y el gas tóxico del zorrillo. Adentro había siempre agua con bicarbonato o laurel. Ubicada en Cumming, en pleno epicentro de Valparaíso, en medio de la zona cero. Por esos días, en el sótano, el colectivo Pésimo Servicio imprimió varias de sus intervenciones. El poema de Pepe Cuevas: Destruir en nuestro corazón la lógica del sistema se alzó en las manos de los manifestantes por las calles del puerto.
VIII
La librería cerró definitivamente a mitad de marzo, aunque el cierre estaba programado para fin de mes. Los números, al parecer, ya no calzaban. Hubo un intento de continuar el espacio, no perder el territorio ganado, pero quedó truncado por el encierro. Las estanterías quedaron a medio despejar. La cortina metálica no volvió a subir.

fotos por Kika Francisca González