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Reseñas

Equilibrio ante el abismo del poema

Al río fui por una aguja. Maurer, Mia. Valparaíso: Librería Escandalar, 2023. 28 páginas.

Por Silvana González

La palabra grabado, en rigor, denota la forma de producción de la matriz en los medios de impresión en relieve o ahuecado. El grabado siempre será, ya sea en palabra o en imagen, el vestigio de un proceso inmensamente más complejo de lo que aparece en el resultado final visible. Formulación verso a verso, diagramación, entintado y operaciones de impresión en el papel, encuadernado a mano y pulso en cada parte del proceso.

El medio de este libro es en partes iguales poesía y objeto, es la palabra que se hace metal para luego ceñirse al papel. Al río fui por una aguja comprende en todas sus aristas el circuito de creación y producción, es decir, se hace responsable tanto de lo que pone a circular como del cómo y dónde, realizando el viaje completo, por más dificultoso que pueda ser hacerse cargo de todas las partes de un libro.

Cada elemento pulsado sobre la hoja, cancela inmediatamente la posibilidad de otro elemento. Así mismo funcionan estas palabras sobre el relieve de la página, cada letra presente hace ausente a las demás. El material al cual se enfrentó la autora es aquel que comprime a tan solo uno el movimiento sobre su propio lenguaje, la técnica utilizada: la prensa tipográfica, reduce los versos, que ya precisos, buscan una compresión aún mayor, acaso un formato devenido de la constricción Oulipiana. El apretarse en los medios para que las posibilidades, ya redefinidas, vuelvan a organizarse. Al mismo tiempo los dibujos grabados, incrustados en el centro dominante de la composición, vienen a tensar la mirada, regalándose a sí mismos como un objeto de pronto arrojado a ese espacio. ¿No es el traspaso de la matriz al papel un repentino quiebre del blanco? Parece que las letras han aparecido de igual manera, buscándose un espacio.

A través del IG de la autora ( @mecantoelcuento ) se puede conseguir una de estas copias limitadas.

La naranja es la palabra que se desgrana, dice Héctor Pavez, puesto de manera avezada como el timón de este barco de poemas. Dice que cuando consiga la libertad, la naranja encontrará su centro. «A la mar fui por naranjas, cosa que la mar no tiene». Tal como en la tonada se metió la mano en el agua, esperando cazar unas naranjas, el poema aquí a través de braseadas naufraga en distintos tiempos, en busca de la caza de esas palabras que desean acunarse. ¿Cuánto demora en colmarse una palabra?, es la pregunta a la cual responden. Al entrar en ese delicado equilibrio, iniciados los trazos del espacio que constantemente, en nuestra torpeza humana, ahogamos, se salva solo aquella palabra capaz de equilibrarse sobre el delgado espacio de una aguja, y luego, domada por la autora y sin voltearse, logra exitosamente salir a flote. Cito:

«La niñez es un soplido de tigre / que se relee infinitamente / en la boca de la tormenta / tiembla / el agua».

Es justamente en poemas como éste último, en los cuales la técnica elegida, su azar, el descuadre que no se puede controlar, sin querer le dan un corte que parte literalmente al poema en dos, espacio que no fue intencionado pero la manufactura otorgó como posibilidad. Dentro del blanco de la página, rellenado letra por letra, se encuentra en ese supuesto error de compaginación el gesto más humano que encontramos: no hay seteo, hay manos intentando componer en estas páginas. En este camino la aguja es nuestro riel, por allí pasan las imágenes sondeándose cuando entendemos que estamos surcando un río, acaso el inmenso mar de las naranjas, acaso el hilillo de agua que conecta una infancia con un constante movimiento de tránsito.

Retrato cedido de la autora, que también oficia de cantautora.

Me hago a la idea de que, a través de este libro, veo estaciones, paraderos, posiciones de aquel destino, pero en cuanto agenciamos un lugar y tiempo, deshacen rápidamente el rastro. La corta vida de cada poema es un día avanzado, por lo cual en cada uno de ellos pretendemos avanzar, pero la ausencia de guías –mayúsculas incluso– nos diluyen. Un verso que se corta hábilmente justo en las cáscaras que son «las estrellas flotando», realiza con esta misma acción de corte el que podamos ver suspendidas esas cáscaras; ahí en la página o en la mente, lo volátil se traspasa. Es curiosa la lectura, porque en tanto en la escritura se extravía, si hacemos el símil físico al grabado de las letras, cuando vemos esa huella estancada al reverso de cada página, traducimos a su vez de aquellos conceptos como: estadía, receso y fijación.

«Miramos el suicidio de reojo y el sol brilla distinto / tal vez para siempre».

Vemos en este verso que hace peligrar a la vida, así como si no hay matriz, no hay grabado, si no hay peligro, no hay poema. Ese peligro se asume como toda la experiencia del lenguaje aquí descrito. Estamos sin contextos, estamos de cerca, pero sin personajes, estamos en un paisaje húmedo, sin anclas. ¿Quién enuncia estos poemas? ¿Son enunciados a ese cadáver que se entreteje removido por la corriente que avanza en tanto? Somos espectadores de la fluidez por la cual se mueven los ritmos. Hay tropiezos en «un continente de lentejuelas». Hay transparencia en «la lluvia cesó». El peligro radica aún más cuando jugamos en cancha chica: cada palabra gana un peso singular, cada decisión, volviendo a la aguja, es un equilibrio ante el abismo del poema.  Hay de donde agarrarse en tanto las ondas nos arrastran siempre al fondo de ese lago: La aguja como la naranja, brújula del viaje, tan delgada como incierta, dirige, pero también modula, se sincera con la siguiente verdad: las palabras de este poemario están unidas finamente por un hilo trazado a momentos. Pero también esos momentos están como encadenados a ese único orden, a ese único viaje propuesto por la autora.

(*) Ilustración de Vladimir Morgado.

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