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Perfiles

De artesano a poeta, Juan Eduardo Díaz a la distancia

Uno de los motores de la escritura en el litoral, hace unos meses recibió el premio de la Revista de Libros del Mercurio por Manual de carpintería.

Por Silvana González

El litoral de los poetas, al menos desde que Neruda decidió arrendar a Collados su casa en Valparaíso, y lanzar piedras al mar en Isla Negra, se desgrana en la retina de aquel extractivismo extranjero a la hora de buscar la poesía del territorio. Pero en esa imagen no hay poetas; hay poesía estandarizada para su venta. También, una postura, tras el Valparaíso patrimonio, de mostrar el litoral como una zona en la cual levantas una de esas piedras y sale un poeta, pero que al mismo tiempo ignora a quienes puedan trabajar detrás de la foto de la postal.

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De lo leído de la obra pasada de Díaz, Ángeles ebrios es un texto publicado por nuestro hombre durante el año 2002. Pueden venir hartas cosas a la mente, pero hay quien no se equivoca, con la portada se entiende inmediatamente a lo que va.

Fue una moda de la época el dar rienda suelta al morbo más recóndito del hombre. Afortunadamente veinte años después, ya calmadas las hormonas y el atarantamiento pueril, vemos dejar atrás este monotema y un destello de lo que quedó para la creación del libro ganador de Díaz:

«No sé / los intentos y la mala copia hacen / una figura bizarra y patética del hombre

Un premio, / calco de olímpica insuficiencia»

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Damaris Calderón concuerda en una breve respuesta telefónica, que efectivamente hay un salto de esa escritura hasta la fecha:

«Lo que he alcanzado a leer son poemas de un lirismo, de un trabajo cuidadoso, sosegado y minucioso, como el de un artesano y de un trabajador de reflexión y de cuidado con la poesía».

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En Tolstoiano, libro publicado en 2021, se puede ver cómo se van enlazando los materiales para la construcción de su obra ganadora. La figura del padre aparece; el taller, las herramientas. También hay una constante interpelación a figuras masculinas de la literatura chilena; el grupo que quiso vivir la experiencia tolstoyana, en el campo, pero aplicándose solo de letras, sin mover las manos. En este ejemplar el tono es críptico y hay una semejanza con la escritura rusa sólo cuando la precariedad aparece. Sin embargo, lo sencillo se diluye cuando se enmaraña el contenido.

Hay algo valorable en hacer calzar tantas citas juntas en un espacio tan pequeño. El raro ejercicio de querer juntar en un mismo libro a personajes críticos como Alone y a Mariano Latorre, enemistados en el papel y en la vida.  Esto último es distante a nuestro autor, que al parecer nunca ha tenido rencillas con nadie. «No le interesa ser un personaje literario», dice uno de los muchísimos alumnos que ha tenido en su transcurso como docente.

Juan Eduardo Díaz, vive en Punta de Tralca, El Quisco, Isla Negra. Hay quien me comentó que no sale ni por si acaso de casa, por otro lado, otro amigo, de una generación más avanzada, dice que no se priva de ningún convite. Fue tallerista en la casa de Pablo Neruda, en Isla Negra y es docente del liceo de la comuna, el complejo educacional Clara Solovera. Sus grandes referentes (y se nota) son los clásicos. Neruda, De Rokha, Huidobro en adelante.

Cristóbal Pérez, colega, escritor y alumno suyo en el taller de Isla Negra, lo nombra como un «docente tardío, hijo de un carpintero, y que construyó una casa». Hay una parte en ese historial eso sí, que Díaz nunca menciona en sus entrevistas. Fue también portuario, guardia de seguridad, administrador, hasta que sacó la pedagogía en lenguaje y se volvió docente.

«Les da mucha libertad a sus alumnos y no se plantea como maestro, sino que da herramientas. En el colegio es una autoridad total, de la vieja escuela». Y agrega: «El Juan a veces no hablaba en la clase, era muy observador, llegaban invitados y se veía mucho de estar ahí como un omnisciente, yo que soy bueno para hablar, me pegaba unas miradas para decirme no te vayai por ahí».

Otro de sus alumnos categorizó este último papel: «En el colegio es conductista y en el taller constructivista».

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Respecto al panorama de El Quisco/Isla Negra/El Tabo/Las Cruces, Gonzalo Geraldo Peláez, editor de Marginalia Editores y residente hace unos años del litoral, menciona que es uno con una red «muy atomizada» y de escasa conectividad. «Se hacen ciclos de lecturas, pero son difíciles de acudir. Por ejemplo, la gente de Las Cruces solo participa en sus propios eventos, porque se desconocen entre pueblos, y hay problemas en el transporte». Hubo alguien que incluso definió esta situación como «Carretear en dictadura, con toque de queda». Pese al escenario, Díaz ha levantado lecturas y también fue promotor del primer concurso de Poesía del Quisco.

Mario Barahona, quien alguna vez le tocó estar como jurado de un concurso en la zona y evaluar un poema de Díaz que justo pertenecía al libro ganador Manual de carpintería, recuerda la lectura:

«Al poema, en mi gusto, le sobraba un 40% de sustancia. Nos confesaba además que hacía muebles, entonces su poema era diferente al poema de 40 pisos, era el poema japonés, de construcción cuidadosa».

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«La artesanía aplica el mismo tipo de solución a toda la producción o a una partida de piezas». Dice González Chiti respecto a la diferencia entre arte y artesanía. Si bien dentro del proceso artesano, muchas veces una pieza no es igual a otra, ello se debe a que el método es manual, lo cual da a cada pieza un gesto diferente. Pero las soluciones que se aplican a cada una de ellas son iguales. Por eso no es lo mismo arte y artesanía. El arte, cuando lo vemos, lo entendemos como el desliz por fuera de los límites del cuidado y el nacimiento de una estética. Aquí, en Manual de carpintería, hay cuidado constante.

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Por cómo se transforma la materia, en el caso que sea su recolección manual, es un esfuerzo primeramente humano, la acción de tala, y segundo el de limpieza, la carpintería es un oficio fuerte. Supeditado a las fuerzas físicas, el real carpintero debe saber tanto poner cálculo en dimensiones agigantadas como la acuidad en lo pequeño. Casi de joyeros trabajos en donde la necesidad extingue al martillo para poner el calado, una suavidad en lo pulido, alguna muesca en miniatura. Es por eso que un carpintero probablemente no hablaría de sus herramientas, sino de la diferencia material que entre ellas hacen. El primer mueble que hizo mi padre, en escasez de éstos, redondeó el material con una cuerda y en movimientos giratorios contra una muralla de concreto. Hay veces en que la madera no necesita herramientas, necesita ingenio y puntualidad. Lo mismo que necesita un poema, a ver qué hace uno sin electricidad, sin enchufe, y sin sierras metálicas para trozar.

«El calafateo con estopa de alerce / canta al oído, el martillo sordo porfía / y el cincel se entremete en secreto por las rendijas».

El carpintero asume que nunca podrá cuadrarse, así como el poeta asume que debe ajustarse con lo que le sobra. El carpintero a través de los años se va equivocando, equipara el milímetro o lo equilibra. El poeta tiene palabras, puede y debe equivocarse. El carpintero en cambio, no tiene esa licencia. Además, el carpintero no señala: «Hice». Realiza en un estado maquinal, para después admirar en silencio.

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Como desliz tal vez vemos su paso por Valparaíso, el cual dejó después de un rato por sentirlo cercano al ritmo santiaguino originario que antes había abandonado. Por ahí, en una época en la cual no había mucha acogida para los poetas, fue un idealista respecto a la poesía. Un día desapareció del bar La Playa, lugar que frecuentaba en su vida anterior al encierro voluntario. «Tiene oficio, un poquito frío para mi estilo. Correcto, si no te emociona, no sé. Pero es un poeta correcto». Dice esto Carlos Henrickson, poeta que le conoció durante su paso por esta ciudad.

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Juan es señalado por sus conocidos constantemente, como un trabajador silencioso, que no avisa que va a publicar, sino que lo hace sin miramientos.

En una entrevista con Cristián Warnken dice que gusta del estilo japonés de la carpintería. En esa misma entrevista menciona que su taller está desordenado, algo imposible para el cuidado oriental del taller.  El arte japonés como de la mancha de la tinta, es sintetizado y a la vez útil. Lo que el oficio deja como desliz lo retoma como arte. El desliz, insisto, es necesario.

«Oficio simple y modesto este / A su antojo diabólico / Divino y gentil / Cuando se logra mirar las manos».

(*) Ilustración de Vladimir Morgado.

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