El enigma librero de Valparaíso: el hombre que ha comandado la comercial librería de la calle O’Higgins es –por fin– narrado de cerca en dos entregas.
Por Belén Salcedo
Hace cincuenta y ocho años, don Luis, de mediana estatura e impávidos ojos azules, recibió las llaves de la que sería su librería. En Valparaíso, de frente al mar, a pasos de la Intendencia y en diagonal a la Plaza Cívica, se encuentra la Ateneo. Un local de no más de veinte metros, encapsulado en columnas de libros que llegan hasta el techo. Invade el olor de las envejecidas revistas Zig-Zag y El Tercer Ojo, entremezclado con el de la tinta nueva de los libros en vitrina.
A las diez de la mañana en punto se levanta la cortina. Me acerco a al escritorio de don Luis, situado en el centro de los libros acumulados, y me presento por décima vez en el año; sus ayudantes le recuerdan que soy su sobrina nieta. Entre conversaciones me cuenta cómo llegó instalarse como librero. Viajó desde Santiago para ayudar a su hermana a cerrar la librería, pero se fue quedando. Se amarró al negocio y entregó su cuerpo como motor del sucucho en la calle O’Higgins. Así, casi por designación divina, fue que llegó a sus manos la Ateneo, con un mito de creación. En la familia se rumorea que la hermana, Mónica, antigua propietaria, se ganó el Kino y regaló sus pertenencias, siendo beneficiado don Luis. Pero la historia de primera fuente es que Mónica siempre quiso cultivar el oficio de las letras, hasta que a su marido lo trasladaron a Sewell y decidió vender la librería.
Ella le puso Ateneo porque era el nombre del edificio en donde se reunían los antiguos griegos a discutir los problemas de la atmósfera del cosmos; en ese entonces era un lugar con sabiduría para distribuir el conocimiento. «Yo desde los quince años me puse a trabajar, entonces uno aprende con la práctica, sin la teoría, porque el estudio es más eso. Yo fui altiro a la pelea, al trabajo.»
Luego de levantar la cortina de la librería y posicionarse en el mostrador a diario, lee la tira de Condorito del periódico y lo arroja a la basura, con una risa entre dientes. Toma su libreta de cuentas, donde posee las coordenadas de cada libro, aplicando una revisión general para recordar las ventas de la semana y los libros que hay que encargar a las editoriales. Les pide a sus ayudantes que se mantengan atentas a los clientes y que vigilen porque andan muchos robando, «hacen como que compran libros y se echan uno al bolsillo. Por eso se ofrece el libro, pero si el cliente no se lo lleva se guarda de inmediato». El público, al que dedica un tiempo cronometrado: si el cliente se da muchas vueltas, realiza algún ademán para que se retire.

Juan Luis Benavente Kunz, criado en Millantú, en la provincia del Biobío, descendiente de migrantes suizo-alemanes. Una familia cuyo arraigo en Chile se vio marcado por la tragedia: la recepción de la herencia de un castillo en Suiza. En el año 1917 se publicó en el periódico la suma de dinero que llegaba de Europa. De los siete hermanos que recibieron su parte, a cinco le fueron robados sus dineros y tres fueron asesinados. Lo mismo sucedió con los maridos de las dos hermanas. Otro hermano fue envenenado, quedando en estado vegetativo de por vida. Los culpables nunca pudieron ser llevados a la justicia, porque con el dinero que robaron se convirtieron en hombres hacendados de la zona y ganaron mucho poder. En el pequeño pueblo de Los Laureles, el bisabuelo de don Luis fue la autoridad máxima y, a pesar de la estima que había por su familia en la zona, no se salvó de ser asesinado por cuatreros. En las generaciones siguientes siguieron reinando la desdicha y las enfermedades, en los diferentes núcleos familiares hubo peleas y conflictos por los terrenos. Hasta que los perdieron todos.
Así fue como don Luis llegó a la capital a los dieciséis años, con el ímpetu de rehacer la historia familiar y cortar con la carga de infortunios de las generaciones pasadas. Trabajó algunos años en el Banco do Brasil y de taxista, hasta que decidió dejar la capital para seguir el negocio de su hermana. Me comenta, con nostalgia, que en la época en que se radicó en la Quinta Región vivió varios años en el cerro Yungay y que añora el Valparaíso «de la época antigua», rememora los bares, restaurantes y famosos prostíbulos de la época, que desaparecieron tras el golpe militar y nunca volvieron a reestablecerse.
«Estoy en la librería desde el gobierno de Frei Montalva, llevo entre cincuenta y ocho y sesenta años aquí. A Allende sus propios partidarios lo liquidaron. El país explotó cuando todo el comercio y los camioneros se pusieron en huelga y el único negocio abierto siempre fue el mío, la Ateneo, que nunca cerré porque no soy político y no estaba metido en nada. De acuerdo con la realidad, mi visión era proporcionarle cultura a la gente, a mí qué me importa si alguien es comunista o derechista, esas son puras chivas. Lo que hay que hacer es trabajar y producir. Yo puedo creer en los pajaritos de colores, pero igual tengo que salir adelante.»
La rutina que don Luis ha mantenido a lo largo de sus años de servicio ha sido siempre la misma: se levanta a las seis de la mañana a tomar desayuno, cargar su auto y organizar el día, luego recorre los bancos para depositar las ganancias del día anterior. También realiza el pago a las editoriales, entrega sus encargos y toma pedidos. Todo esto antes de abrir la cortina de su sucucho en la calle O’Higgins. En su escritorio, que es el motor de la librería, almuerza y pasa las horas, esperando el cierre, a las cuatro de la tarde. Me continúa comentando sobre el Valparaíso de antaño y los diferentes hitos históricos que ha presenciado.
«Cuando asumieron los militares, revisaron mi librería para que no hubiera libros que incitaran a la revolución o a la guerra, querían que hubiera libros normales. Vinieron a mi librería y retiraron varios libros de tendencia soviética, rusos y comunistas. Ahora, con el estallido, hubo cosas raras también, volaban las piedras porque está la Intendencia cerca. El único negocio abierto siguió siendo el mío, todos los demás cerraron. Yo no soy de ningún lado, no me interesa nada, sólo que un niño tenga su silabario para leer. Yo no le voy a negar eso, no voy a dejar de vender porque haya una huelga. Mi visión es proporcionarle cultura a la gente.»

Tomo nota de sus vivencias mientras lo acompaño en la ruta de vuelta a su casa a Quilpué. Me comenta el cansancio que lo agobia al tener que trabajar, a los ochenta y cuatro años, diez horas diarias. En su casa lo esperan tres bodegas donde guarda el resto de libros de los pedidos junto a todos aquellos que no se han vendido. También lo espera su señora Anita, quien se encuentra mal de salud. Rememora la época en que la conoció en Santiago: ella trabajaba en su casa, se enamoraron y siguieron su camino juntos, la invitó a ayudarlo en la librería y, al igual que él, se quedó.
«Entre los dos trabajábamos. Todo lo que hago es con ella; para eso estamos, para ayudarnos y querernos. En la librería caben, a lo máximo, tres personas porque está llena de libros. Siempre se han acumulado. Vendo lo que me acuerdo de dónde está, pero cuando no me acuerdo ahí queda por años.»
Anita me llama a su habitación y me pide que la ayude con sus medicamentos. La sostengo para que se levante y me mira con dulzura. Se dirige hacia la ventana y señala emocionada las ramas de arrayán que se asoman, tararea la tonada Mata de arrayán florido y me pide que le hable del lugar de donde vengo, me pregunta por personas que no conozco, intento darle alguna respuesta que la deje tranquila. A ratos pierde el hilo de la conversación, pero vuelve a fijar sus ojos en mí con ternura. Hablamos de autores: quiere conocer mis lecturas, le hablo de Gabriela Mistral y a modo de intercambio me comenta su predilección por la escritura de Manuel Rojas, le gusta porque escribe sobre nuestro país. En el estante de la habitación tiene las Obras escogidas en edición de Zig-Zag y me pide que le lea uno de sus poemas. Desde su cama, con la mirada cansada y un poco perdida, sonríe al escuchar los versos del autor:
Nos van quedando, apenas, la bondad de ser tristes
Y el consuelo de soñar.
¿Verdad que es lo único que nos queda?
Porque este hilo del verso
-agua y seda-
También se ha de cortar.
(«ABS»)
Guarda silencio y mira hacia la puerta atenta, ansiosa de que llegue alguna visita. Me repite el nombre de mis tías y de mi abuelo, que de alguna manera se sienten presentes en los pasillos vacíos de su casa. Ingresa don Luis a la habitación, se sienta junto a ella y me hablan de cuando nació su primera hija, que tenía problemas pulmonares y por eso migraron a Quilpué, la ciudad del sol, huyendo de la bruma marina. Con el poema aún resonando, me conmueve la melancolía de esta pareja de libreros habitando la memoria y el paso de los años, con su casa inundada de una vida que orbitó en torno a las exigencias y ritmos de la Ateneo y con los libros como estandarte ante sus batallas.
(*) Fotos de Kika Francisca González.
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