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Entrevistas

Daniela Alcívar Bellolio: Tensión territorial constante

Una de las más reconocidas escritoras latinoamericanas nos visitó desde Ecuador en la última FILVA. Acá un diálogo  que recorre la vida y obra de una voz fundamental. 

Por Silvana González

Una vez migrante, se sigue siendo hasta el fin, porque se genera una relación de tensión con los espacios que se dejaron. Migró por primera vez a los ocho años de Guayaquil a Quito y después, a los veintitrés, se fue a Buenos Aires, en donde inició una maestría en Literatura que terminó en un doctorado. Se devolvió a los treinta y cinco a Ecuador en un estado de duelo bestial. Todo eso la formó de una manera conflictiva, dice, con su propia escritura.

En su blog El desprecio, Daniela Alcívar, escritora, crítica literaria, investigadora y editora ecuatoriana de alma móvil escribe: «¿Qué entender, en arte, por la expresión “poner el cuerpo”? ¿Cómo se cuela la vida en la obra, sin reducirse a la mera repetición representativa de ciertas vivencias?» Dentro de su estadía en Chile con motivo de su participación en la FILVA 2021, detuvo por un momento su eterno viaje, atrasado en las citas con el tiempo de cada lugar que, como dice, «nunca termina de dejar o de volver», para conversar sobre su posicionamiento como escritora dentro del mundo literario ecuatoriano, los métodos de escritura y el cuerpo dentro de esta.

Se lleva en la mochila libros de Cynthia Rimsky, Alejandra Costamagna, Alia Trabucco, entre otras. En Chile la conocimos gracias a Ediciones Libros del Cardo con Para esta mañana diáfana, libro que abre puertas al diálogo sobre escritura y forma: destellos de su afición al ensayo y a su experiencia previa a Siberia, su galardonada novela. Siendo feminista, destaca el destape en su escritura a partir de una experiencia de duelo que le permitió desligarse finalmente del antiguo control y pudor. Así, nota diferencias entre ambas escrituras, así como entre ambos países en los cuales ha intentado formar hogar.

¿Cómo nace y realizas tu trabajo como editora general en Editorial Turbina?

El proyecto editorial empieza con un amigo, Juan Pablo Crespo. Él partió con Turbina con una forma de trabajar y luego yo entré como correctora. Juan Pablo me propuso ser socia y empecé a meter a mis amigos y amigas argentinas: Aira, Chejfec, Rimsky entre ellos, Ariana Harwicz. Empezamos a publicar gente de afuera que yo quería ver publicada en Ecuador y que era difícil de conseguir. Desde que viví en Argentina me di cuenta de que hacía falta un nexo entre la escritura latinoamericana y la argentina.

¿Qué significa ser mujer escritora en la escena literaria dentro de Ecuador y en Argentina, ambos países en donde has vivido?

En Ecuador es mucho más fácil que una ecuatoriana tenga cierta notoriedad y que se distribuyan y lean sus libros que en un campo cultural como el de Argentina. Eso que viví trece años allí. Los escritores que hay son demasiado grandes. Entonces, para mí hay una diferencia doble: por un lado, el aceitado campo cultural argentino es algo que admiro y aprecio, pero la circulación mayor de mi novela está en Ecuador.

¿Y publicar en ambos países?

La experiencia en Argentina con mi editora fue hermosa, ella es increíble y está apostando a algo, porque nadie sabe bien ni dónde queda Ecuador. En Siberia, mi novela que no está publicada aún en Chile, hay mucho de Buenos Aires. Entonces, poder ser leída allí, que reconozcan ciertos barrios y dialogar con eso ha sido muy emocionante, fue importante publicar en Rosario. En Ecuador ha sido más fácil también, porque las escritoras venimos desde hace muchos años interviniendo en el campo cultural.

Colonia, mercado y feminismo

Un entramado oculto en la periferia.

En otro sentido, está lo regresivo que puede ser el campo cultural ecuatoriano. El canon y la crítica hegemónica siguen tratando de sostener unos modos de escribir que son hipermachistas y conservadores. Sobre todo, no toleran que un grupo de mujeres jóvenes vaya y publique afuera y que tenga notoriedad. Ello se traduce en la ridiculización o censura de nuestras obras, pero el movimiento de las escritoras, como oleada, es muy heterogéneo y se deja ver por sí mismo; estamos produciendo todo el tiempo. El campo en Ecuador está muy colonizado: si no publicaste en España, no existes.

Una especie de validación colonizadora.

En España el mercado es tan fuerte y mecanizado que, viniendo de fuera, adquieres una serie de compromisos: qué se espera de vos por ser mujer, latinoamericana, de izquierda, etc.

Como si se tratase de estandarizar la escritura.

El mercado siempre quiere algo y sabe bien lo que quiere. No está abierto a lo imprevisible. Sabe lo que vende y lo que no vende.

¿Cómo respondes tú a ese mercado?

Yo me cuido a mí misma de no querer responder a eso, ni al feminismo ni al mercado, no responder a nadie. Para mí, la escritura es un refugio, un salvavidas, y necesito que ese espacio se sostenga no puro de nada, pero sí en la periferia de estas exigencias. Pese a que soy feminista y de izquierda, mi escritura no tiene por qué responder a ello.

Mencionaste que dentro de este círculo de poder literario en Ecuador se intenta invalidar y ridiculizar la escritura de las mujeres.

No son todos, todo lo contrario, porque cada vez se van quedando más solos. Su prestigio literario está basado también en cierto contacto político, ciertas buenas prácticas. Son escritores diplomáticos y tienen una cercanía con el poder. Justo antes del estallido del año 2019 en Ecuador hubo un posicionamiento muy claro de unos y otras.

Se puede decir que se polarizó.

Exacto. Muchos pugnamos en las redes, nos pusimos en un lugar claro, incluso como funcionarias públicas, donde se esperaba de nosotras sumisión y silencio, pero pusimos allí el cuerpo. Ahí sí hubo una censura. Soy directora de un centro cultural que es importante en la ciudad, el Benjamín Carrión, que solía representar ideales de una cultura absolutamente machista. Yo entré a armar un poco de quilombo, a hacer cosas que no eran necesariamente radicales. En veinte años de fondo editorial no había sido publicada ni una mujer. Había encuentros de escritores en donde se hablaba del eje conceptual de construir el cuerpo femenino en la escritura, pero todos los exponentes eran hombres y la única mujer presente era moderadora. Demasiado cavernícola.

La edición porteña de Alcívar.

Una vez dentro del centro cultural Benjamín Carrión, ¿qué hiciste?

Lo primero que hice fue plantear una instancia en donde todas eran mujeres: escándalo. Empecé a publicar a mujeres: escándalo. A los dos meses de trabajo, recibí el acoso de un crítico literario importantísimo. El boicot va por un montón de lados. Están conectados por medio de entrevistas en las que hablan de corrección política. Ellos son lo políticamente correcto, y ya conocemos muy bien el victimizarse con sus propias prácticas.

Acá le decimos dar vuelta la tortilla.

Es un: ¿Cómo lo lograste? Dicen que ellos son los censurados. Sufrí seis meses el acoso de ese señor por todos los medios posibles, mientras afirmaba que yo ponía en riesgo el centro cultural. Luego también están las críticas sutiles, donde se dice que este tipo de escritura, de mujeres, no va a resistir al tiempo, por supuesto. Somos gente universitaria, teóricas que trabajamos y la peleamos muy duro. A la gente le interesa más lo que escribimos nosotras que lo que escriben ellos. Bueno, yo soy peliona y tengo esa fama [risas].

A propósito de esto último, de la crítica literaria. ¿Qué piensas de esta como una actividad de comentar la literatura mientras se crea, versus esa convención de que no se puede hacer crítica porque aleja a la creación?

Tal vez alguna vez me planteé el hecho de que, como crítica, no podía ser escritora. Es común pensar esto, pero a mí me ocurre lo contrario. He estado trabajando muchísimo con Roland Barthes. Él decía que todo crítico es un escritor melancólico, alguien que se vio profundamente afectado en su cuerpo por la literatura y que escribe crítica para estar más cerca del sujeto de deseo que perdió. Por mi parte, no es que no encuentre la diferencia entre la ficción y la crítica, pero me gusta mucho el ensayo, es una forma de pensamiento que me ayudó a imaginar otras formas de escritura. Cuando escribo ensayos, he encontrado espacios de narración en los que fragmentar, hacer que el pensamiento se yuxtaponga. Nunca la crítica me ha constreñido. He descubierto giros que me han resultado ricos y que he incorporado en mis propias narraciones.

Leer el cuerpo, leer el duelo

Observar el lenguaje alimenta el lenguaje propio, es como hacerse un favor a una misma.

Sí. Yo hice mi tesis doctoral sobre Sergio Chejfec, que es un tipo que en la escritura está permitiendo la escena del pensamiento. Cuando leía ponderaciones infinitas de páginas y páginas de aquello, me abrió un espacio en el que pensé: «Ah, eso se puede hacer». Descubrí que una se educó con una idea de las reglas del género, de la novela, de la crítica, etc., pero hace mucho tiempo hay gente que está cruzando todo esto y haciendo que la escritura vaya apareciendo en sus necesidades.

En relación a Chejfec, es un escritor muy de mapa. En Para esta mañana diáfana, los bordes de la geografía entre Quito y Buenos Aires se vuelven transparentes. ¿Cómo abordas la territorialidad en tus textos?

Es un tema persistente para mí. Mi tesis doctoral es sobre el paisaje como imagen y en Para esta mañana diáfana está presente el tema del mapa. Para mí, el territorio y los paisajes son realmente misteriosos en su manera de darse, en cómo aparecen. Están a plena luz del día y ahí radica su enigma. Me genera conmoción eso que se me aparece y se me da. Es un dispositivo narrativo que presiona mi deseo de escribir. Quien ha migrado vive en una tensión territorial constante y trato de escribir lo que genera este no-lugar en el que habito mientras, paradojalmente, trato de establecerme.

Nos interrumpen para tomarle un PCR que asegurará su viaje a Buenos Aires. Su vida, luego de esta pequeña detención, sigue en constante tránsito. Desea ir todos los años.

Nombraste la extrañeza del paisaje y en otra entrevista te escuché hablar de la extrañeza del cuerpo. En Para esta mañana diáfana este es una zona de vértigo, y en tu novela Siberia, el cuerpo es concreto y donde sucede todo. ¿Cómo sientes que llega el cuerpo a tu escritura?

Es tal cual lo dices, en Para esta mañana diáfana hay una constricción todavía. Al fin y al cabo, soy quiteña, andina y mojigata. Quería escribir una serie de deseos y tensiones de orden sexual, físico, afectivo, y me di cuenta después de que era una escritura que estaba muy agarrada a un pudor que tiene que ver con el cuerpo y el controlar la escritura. En Siberia yo estaba llorando la muerte de mi hijo, un duelo físico y súbito. Cuando vos estás embarazada de siete meses y de pronto tienes una cesárea y las tetas llenas de leche y tu hijo está muerto, todo pasa por tu cuerpo. No puede pasar por otro lugar porque las tetas te duelen, la herida te duele y porque no tienes al hijo.

El desfase del cuerpo es el duelo.

Una parte de la depresión postparto en las mujeres es el sentirse vacía, y eso que tienen al hijo. Eso mismo, sin tener al hijo, era el infierno. Seguía produciendo leche y el dolor era insoportable. El desfase del cuerpo es el duelo. Cuando empecé a tener algunos momentos de paz se cruzaba un estado de deseo sexual. Me daba cuenta de que era Eros y Tánatos en su estado más puro. Lo único que pedía era no despertarme al otro día y eso se interrumpía por un deseo sexual totalmente primitivo. La vida como fuerza impersonal entró a codazos a interponerse a la muerte y en ese estado límite fue donde los pudores con el cuerpo se liberaron y generaron una transformación en mi escritura.

«Voy hacia lo que menos conozco en el mundo, voy hacia mi cuerpo.»

El cuerpo ya está escrito desde una representación que, por más disruptiva que parezca, está marcada por un prejuicio, un conocimiento previo de lo que es el cuerpo, pero el cuerpo es lo más desconocido, este cruce de intensidades y de deseos. No existe ni un escritor que no llegue con presupuestos. En Para esta mañana diáfana el cuerpo es un tema de primera exploración en tanto que me es desconocido.

Tu método de escritura tiene un recurso que recuerda un poco a Cynthia Rimsky en el alejarse y rodear al objeto. Aquí un extracto: «Era como si una corriente subterránea, poderosa y mortífera, hubiera encontrado una falla en la superficie terrestre, un descuido del hermetismo del mundo para emerger y desparramarse. No era posible saber de qué naturaleza era esa corriente, sólo era posible constatar su existencia y abandonarse a su flujo sin objeciones, sin pensamientos, sin perspectiva.»

Veo una digresión en la forma de viajar de Rimsky; su escritura la veo, más bien, de frase corta y taquigráfica. Me encanta cómo se combina con Chejfec, que es absolutamente digresivo. Estuve diez años leyendo esas obras y sentí que me permearon muchísimo en muchos niveles. De Rimsky me quedaron esas imágenes periféricas de Europa. Su amistad y su literatura me dieron muchas imágenes. Chejfec me dio una cadencia lenta que luego, en Siberia, cambió mucho; una cosa ponderativa, de dejar que el ritmo del pensamiento se imponga. Eso que me leíste me recuerda a Juan José Saer. En esa época recién había descubierto su escritura y sus imágenes siderales me volvían loca. Es el cruce de estas lecturas lo que me formó. Rimsky en el movimiento del cuerpo y Chejfec en la sintaxis.

En una entrevista decías que las mujeres se mantuvieron leyendo grandes novelas épicas, referentes del mundo literario masculino. Finalmente, ¿en qué mundos sientes que transitas tú?

Yo leía este canon convencional con el que nos educaron: Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, etc. Está todo bien y no me quejo, pero me dejaba muy afuera. Yo leía a esos autores y pensaba en ese personaje ochentero de cheerleader del escritor genio. No lo digo con resentimiento, sino como un recuerdo de un lugar en donde yo misma y otras mujeres nos poníamos, porque leías esos libros y veías que la figura era siempre esa. Musa o puta, qué increíble destino. Cuando empecé a leer a las mujeres, me di cuenta de que ya Macondo no era algo sobre lo que quisiera escribir. Leí a Lispector, a Ocampo, y empecé a notar los mundos chiquitos de la infancia o la divagación alucinada.

Por ejemplo, de Lispector pensé: «Esta tipa está escribiendo una novela entera sobre la cucaracha destripada que encontró.» Al ser despistada, me dije: «Tal vez puedo escribir sobre esto, a lo mejor las tonterías que me interesan pueden ser literatura.» Las escritoras mujeres dieron un lugar hospitalario, sus obras me enseñaron que sí había un espacio que pensé que no existía. Para mí, fue duro salir de las convenciones sociales. Somos regresivos como nosotros solos en Ecuador, donde todo es metáfora. Nadie puede decir verga ni vagina. Hay que decir «embestida por el manto del galope» y no sé qué. Tuve que romper con un montón de cosas y para mí fue duro. Luego vinieron más reflexiones elaboradas, el posicionamiento firme teórico y la solidez conceptual. Pero antes era esto: te criaron para ser cheerleader. Por eso, estoy muy agradecida a las escritoras mujeres, por este camino que hicieron. Fue esa literatura la que me permitió pensar que sí podía escribir.

(*) Fotos de Kika Francisca González.

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